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La jaula del lenguaje, sobre la ilusión de libertad y la palabra como último vuelo

Vivimos en una época en la que la libertad se nos ofrece como espectáculo. Se nos dice que somos libres porque elegimos, porque podemos expresar opiniones, porque el mercado multiplica nuestras opciones. Pero lo que pocas veces se dice es que esas elecciones están cuidadosamente delimitadas, que los caminos por los que transitamos ya fueron trazados por una estructura que nos precede. Somos, en el fondo, pájaros en una jaula tan vasta que apenas percibimos sus barrotes.

Nuestra aparente libertad no consiste en crear, sino en seleccionar entre alternativas previamente fabricadas. Incluso nuestros sueños, aquellos refugios íntimos donde creemos hallar autenticidad, han sido colonizados. Deseamos lo que nos enseñaron a desear, soñamos con imágenes prefabricadas, con ficciones que el cine, la publicidad y el entramado multimedia global han instalado como horizonte de sentido. La maquinaria cultural no solo modela nuestro gusto, sino también la textura misma de nuestros anhelos.

En ese paisaje de simulacros, el lenguaje es quizá el último reducto de libertad que nos queda. Pero también él ha sido sometido. Se nos enseña a hablar de manera funcional, breve, sin matices, como si la palabra fuera un medio y no un fin. El lenguaje reducido, domesticado, es un lenguaje dócil, incapaz de imaginar lo que no se le permite nombrar. Nos creemos libres porque hablamos, pero hablamos dentro de los límites del guion que otros han escrito para nosotros.

Usar el lenguaje en toda su extensión, entonces, se vuelve un acto de rebelión. Recuperar palabras olvidadas, reinventar metáforas, desafiar la sintaxis establecida, es como abrir una grieta en la jaula. Cada palabra rescatada del olvido, cada frase que no cabe en el molde del discurso dominante, es un aleteo contra la estructura. Nombrar el mundo con libertad es comenzar a transformarlo.

La revolución del lenguaje no consiste en gritar más fuerte, sino en hablar distinto. En no aceptar el repertorio limitado que se nos impone para pensar, sentir o soñar. En negarse a ser un eco del ruido colectivo. Quien se apropia del lenguaje lo vuelve territorio de creación, no de obediencia. Allí, en el uso consciente y expansivo de la palabra, comienza una forma profunda de libertad.

Porque el lenguaje no solo describe la jaula: puede abrir sus barrotes. Y en ese vuelo breve, precario, acaso imaginario, reside lo más humano que nos queda. La libertad, si aún existe, vive en la posibilidad de decir lo que no estaba previsto, de pensar lo que nadie nos enseñó a pensar, de soñar con palabras que aún no tienen dueño.

Hablar con plenitud es recordar que, incluso dentro de la jaula, todavía sabemos volar.


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Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
  • Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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