
Cuando mi abuelo vendió su mansión en Monterrey a la Iglesia y se vino a San Pedro a construir una nueva casa y hacer su campo de golf, muy poca gente lo entendió. Les parecía extravagante irse a vivir a un lugar que no estaba nada desarrollado. Pero él me dijo que los mejores negocios que hizo fueron en ese campo de golf, pues eran oportunidades de platicar muy bien con sus socios y clientes. Mi abuelo decía que si te interesaban los negocios, tenías que aprender dos cosas: a tomar y a jugar golf. Me dijo que la maravilla del golf es que platicas de algo, le pegas a la bola y la única seguridad que tienes es que no van a caer las bolas en el mismo lugar, por lo que cuando platicas con alguien tienes oportunidad de hablar en capítulos, con espacios de tiempo y analizar las cosas. Así puedes recapacitar mientras estás ahí. Un campo de golf es el único lugar en donde haces tres o cuatro horas de juego y puedes tener amplios intervalos de asimilación de información. La otra cosa que había que aprender para los negocios era a tomar: me decía que es una idiotez cuando tú vas a la oficina de alguien y él está sentado en su escritorio enorme y tú eres el idiota que está enfrente. Esa es una posición diferenciada, muy canija, en cuanto a nivel de quién manda, quién es jefe, quién controla la situación. Mi abuelo me decía que cuando quisiera tratar negocios no los citara en mi oficina. Que fuera a un bar —por supuesto no a agarrar la jarra completa— pero que tuviera la cortesía de invitar a alguien a un bar en un plan neutro. Estas son dos lecciones de miles que le aprendí desde muy niño. Pero lo esencial en la escuela de mi familia es el no solo darte. Es el ganarte las cosas, saber luchar y educarte por ellas. Se trata de una escuela de hace cien años, por eso mi familia es un caso insólito. Se opone al refrán de “padre millonario, hijo caballero y nieto pordiosero”.
Viaje
En los primeros minutos del documental El Alcalde, una vecina le dice en tono muy serio a un reportero de televisión su opinión sobre los métodos del nuevo gobernante de la ciudad: «La verdad, creo que en el fondo todo el mundo lo apoya, porque es lo que San Pedro necesita y lo que necesita México: acabar con gente no deseable». En una ciudad que ve todos los días cómo en los municipios vecinos el narco cuelga a sus víctimas en puentes de bulliciosas avenidas, ataca lugares públicos con granadas o protagoniza tiroteos cerca de las escuelas, ha crecido una insana exigencia, entre cínica y desesperada, por tener autoridades con mano dura que eviten que la barbarie de la guerra llegue hasta ellos. En 2012, un par de meses antes de que Fernández Garza acabara su administración, se estrenó en Monterrey el documental en el que intervine como uno de los directores. Todas las salas en las que se proyectó estuvieron abarrotadas y los organizadores del festival de cine debieron programar funciones extra. En cada una de ellas, al final, el ex alcalde y la película recibían una aprobación mayoritaria del público. Cada función era como una catarsis colectiva de adhesión del público a un estilo justiciero de gobernar. Si en el resto de México lo acusaban de «paramilitar», en el norte era visto como «alguien que sí está haciendo algo». Antes de volar con el ex alcalde en su Lear Jet, yo había presentado la película junto con mis compañeros directores en el Festival de Cine y Derechos Humanos de Varsovia. La recepción del público fue fría, no solo por los quince grados bajo cero en que respirábamos, sino por lo chocante que les resultaba a los polacos sentirse atraídos a un personaje que, aunque con ciertas propuestas progresistas, parecía invocar una ley antigua para acabar con el narcotráfico: la del ojo por ojo, diente por diente. Una de las preguntas que siempre nos hicieron al final de las proyecciones fue si el protagonista estaba consciente de las cosas que decía y hacía. En otro festival de cine —el Baja International Film de Los Cabos—, corría el rumor de que el escritor Barry Gifford, guionista de David Lynch e inventor de personajes tan estrambóticos como Sailor o Bobby Perú, había visto la película y creído que Fernández Garza era un actor contratado para decir lo que decía. Desde Monterrey hasta Varsovia, uno salía del cine con la impresión de que el público, luego de ver el documental, admitía que la única solución contra el crimen organizado exigía una cínica simpatía con los instintos más primitivos. Mi madre, quien admira a Mauricio, dice que el ex alcalde le recuerda a Charles Bronson, su antihéroe cinematográfico favorito, en la película El justiciero. El ex alcalde sabe de los sentimientos encontrados que provoca con lo que dice y lo que hace. Años atrás, cuando le comenté que varios entrevistados aseguraban que él estaba loco, respondió: «Normal, normal, nunca he sido».
Para Mauricio a veces todo se reduce a un juego de estirar y aflojar la cuerda con el público. El juego de decir en voz alta, durante tu toma de posesión como alcalde, que pasarás por encima de la Constitución porque de lo contrario no vas a conseguir nada. Que los demás políticos, jueces y empresarios presentes te aplaudan porque también lo hacen o quisieran hacerlo, pero son tan correctos y cobardes que jamás lo reconocerían. En ese sentido, Mauricio es un antipolítico, aunque ese solo sea un eufemismo que significa otra forma de hacer política.
En Monterrey hay quienes piensan que, si él hubiese ganado la gubernatura en 2003, Nuevo León no sería el casi narcoestado que es hoy. Aquella polémica propuesta que hizo de legalizar la mariguana y combatir el lavado de dinero de los grupos criminales, ahora son muy debatidas en México como posible solución, pero él ya las promovía una década atrás. Transgredir para conservar un orden es solo un modo de explicar cómo el millonario Fernández Garza ve el servicio público. La mentalidad de los ricos es un cliché aún difícil de entender en América Latina. Algunos narradores han conseguido mostrarnos desde la compasión o el enaltecimiento a los latinoamericanos que tienen hambre, pero no a los que nunca les falta nada.
En el documental El Alcalde, vemos a un millonario que actúa por una situación de emergencia de guerra: si en el sur de México proliferan grupos de autodefensa creados por indígenas y campesinos para cuidar a sus comunidades, Mauricio parece el hombre designado para defender a los ricos en el noreste del país.
(CONTINUARÁ…)