Durante décadas, el futbol mexicano ha vivido un curioso fenómeno: sus selecciones juveniles suelen brillar en torneos internacionales, encendiendo la ilusión de que, ahora sí, se avecina una generación capaz de romper el techo que limita a la selección mayor. El Mundial Sub-20 de este 2025 no ha sido la excepción. México volvió a competir con personalidad, mostrando una base sólida, jugadores con experiencia real en primera división y un proyecto que parece tener sentido, empero, el eco de la historia obliga a mirar más allá de la euforia momentánea.
Bajo el mando de Eduardo Arce, la Sub-20 ha mostrado un rostro distinto. El técnico, otrora estratega del Puebla de la Franja, logró que el equipo jugara con disciplina táctica y libertad creativa. Se la jugó y le salió. En el centro de todo, el joven Gilberto Mora —joya de apenas 16 años— se ha convertido en símbolo de esta camada.
No sólo por su capacidad para decidir partidos con talento, sino por su madurez futbolística, su liderazgo precoz y la sensación de que pertenece a otro nivel competitivo. Mora es el tipo de jugador que México suele producir muy de vez en cuando… y que suele extraviarse en la encrucijada del sistema.
Conviene recordar que no hace tanto, en 2022, México ni siquiera clasificó al Mundial Sub-20 y luego de ganar el Bronce olímpico en Tokio, no llegó a la siguiente justa. Aquella generación era el reflejo de una estructura descompuesta: futbolistas con apenas 454 minutos promedio en primera división, sin roce, sin competencia.
Hoy, la media asciende a 1,572 minutos, lo que equivale a 17 partidos completos por jugador. Siete titulares ya superan los mil minutos, un avance sustancial que se refleja en la cancha. México compite mejor, resiste más y entiende los ritmos del futbol profesional; sin embargo, este crecimiento individual no garantiza el salto colectivo que tanto se necesita.
Las selecciones menores siempre han sido espejos luminosos del talento mexicano. Desde aquella que en 1977 cayó en penaltis ante la Unión Soviética, o en 2005, cuando el mundo conoció a Giovani, Vela y compañía en Perú. En 2011, una generación encabezada por Espericueta y Fierro hizo soñar con otra camada de cadetes campeones del mundo.
En 2012, el oro olímpico confirmó que el potencial existía; sin embargo, el futbol nacional sigue en el mismo sitio: una liga desconectada de sus fuerzas básicas, proyectos truncos, promesas que se diluyen entre promotores y la urgencia del resultado. Eso aunado al atroz sistema de competencia que suprimió el ascenso y descenso, y la indiscriminada importación de jugadores de dudosa calidad.
México ha tenido decenas de “generaciones doradas”, pero ninguna ha roto la frontera que separa la ilusión del logro sostenido. La actual Sub-20, con Arce en el banquillo y Mora como estandarte, recuerda a esos momentos de esperanza que aparecen cada tanto en el panorama futbolero.
El equipo combina inteligencia táctica, intensidad y una fe casi romántica en su propio juego. Han demostrado que cuando el futbol mexicano confía en sus jóvenes, puede competir de tú a tú con cualquier potencia a esa edad. Lo que falta, una vez más, es continuidad: que los clubes mantengan la confianza, que los proyectos no se destruyan con cada torneo, que el brillo no se apague al primer fracaso.
La Selección Sub-20 ha devuelto una dosis necesaria de orgullo y de optimismo. Su paso por el Mundial 2025 quedará como uno de los mejores en la historia reciente. Gilberto Mora apunta a ser el futbolista que inspire a la siguiente generación y Eduardo Arce, el técnico que demuestre que la formación puede ser también una filosofía de juego. Pero, mientras el futbol mexicano no reforme sus estructuras, el círculo volverá a cerrarse: triunfos juveniles, esperanzas adultas y, al final, la misma historia repetida.