El secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, tiene un largo historial de declaraciones exageradas, alarmistas o inverosímiles sobre Cuba, Venezuela y América Latina en general, y aun así la idea de un barco de droga que habría zarpado desde Venezuela, con plena conciencia de la presencia militar de Estados Unidos en el Caribe y que decide pasar al lado de destructores estadounidenses, resulta especialmente ridícula.
Lo que intenta Rubio no es describir un hecho creíble, sino construir una narrativa que justifique, una vez más, la presencia militar de Estados Unidos en la región. Bajo el disfraz de la “guerra contra las drogas”, se ha abierto camino un discurso que legitima el hostigamiento a países soberanos, particularmente Venezuela, y que normaliza la idea de que Washington puede meter sus manos en nuestro territorio cada vez que se le antoje y, peor aún, de que “lo necesitamos”.
No es casual que estas declaraciones se dieran en vísperas de la visita de Rubio a México y Ecuador. Su agenda es conocida: mantener viva la retórica del intervencionismo y el tutelaje sobre América Latina, vender la idea de que solo bajo la supervisión de Estados Unidos puede combatirse el narcotráfico y de que ese es el peor de nuestros males, y promover la subordinación de nuestros gobiernos a los designios de Washington.
Sin embargo, la respuesta desde México, en voz de la presidenta Claudia Sheinbaum, fue clara: “No aceptamos injerencismo, violación a nuestro territorio, subordinación, sino una colaboración entre naciones en igualdad de circunstancias”.
Hay que tener en cuenta, por supuesto, la enorme asimetría en la relación entre México y Estados Unidos: económica, militar y política. Precisamente por eso cobra mayor valor que el gobierno mexicano insista en fijar límites y sostener una relación de cooperación sin subordinación. No se trata de desconocer la interdependencia inevitable, sino de dejar claro que la vecindad no puede ser excusa para la imposición ni para reeditar viejos esquemas de tutelaje.
Ese posicionamiento contrasta de manera evidente con lo que probablemente encontrará Rubio en Ecuador, donde el gobierno entreguista de Daniel Noboa parece esperarlo con los brazos abiertos, dispuesto a que Estados Unidos haga con su territorio lo que se le venga en gana. Desde hace varios años, el Comando Sur hace y deshace en Ecuador: dicta su “política de seguridad” bajo la excusa de la lucha antidrogas, entrena fuerzas especiales en bases locales, firma acuerdos de “cooperación” que han permitido la presencia directa de personal estadounidense e, incluso, impulsó la instalación de un centro de operaciones en Galápagos en 2019, denunciado en su momento como una cesión encubierta de soberanía. El sometimiento es tal que ha llegado al extremo de reformar su propia Constitución para permitir el regreso de bases extranjeras, borrando de un plumazo una de las conquistas más significativas de la soberanía ecuatoriana en las últimas décadas.
El contraste es claro: dos modelos de hacer política y de concebir las relaciones internacionales en la misma gira. Por un lado, la apuesta por la igualdad y la cooperación soberana; por el otro, la sumisión y el entreguismo, disfrazados de pragmatismo.
La caricatura del “barco suicida” que Rubio nos quiere vender revela más sobre la imaginación imperial que sobre el tráfico real de drogas. Frente a esa narrativa, América Latina tiene la oportunidad de reafirmar su voz y decir no a las intervenciones disfrazadas de ayuda y a las excusas militares para imponernos agendas ajenas.
La visita de Rubio desnuda una tensión estructural: o se construye una política regional autónoma o se profundiza la dependencia. Se necesita más autonomía y articulación, y menos militares, asesores, créditos condicionados y discursos alarmistas que solo refuerzan la subordinación.