María Corina Machado dedicó su Premio Nobel de la Paz a Donald Trump, el mismo hombre que impone sanciones que destruyen la economía venezolana, que bloquea medicinas, alimentos y combustibles, y que construye muros para perseguir y encarcelar a miles de migrantes latinoamericanos, en su mayoría de origen venezolano. No hay imagen más elocuente de lo que realmente significa este galardón, revestido falsamente de valores universales.
El Nobel de la Paz nació como una herramienta de legitimación del poder occidental, concebido para otorgar un baño moral a las estrategias geopolíticas del Norte y premiar a sus aliados. En algunos momentos ha intentado maquillarse de reconciliación o justicia, pero eso no cambia su verdadera naturaleza de diplomacia imperial.
La reciente entrega del Nobel a Machado es una nueva confirmación de ese mecanismo: una mujer que pidió la intervención militar extranjera en su propio país, que celebró las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos y que apoyó el golpe de Estado de 2002 contra Hugo Chávez, aparece hoy ante el mundo como emblema de la libertad y la democracia. Como le dijo Adolfo Pérez Esquivel a la propia Machado, con la autoridad de quien sí merecía un premio por su contribución a la paz: “Me sorprende cómo te aferras a los Estados Unidos: debes saber que no tiene aliados, ni amigos, sólo tiene intereses”.
Y en el caso venezolano, esos intereses son claros: petróleo, oro, coltán, gas, agua dulce, biodiversidad. María Corina es funcional no solo como rostro del relato “libertario”, sino como figura útil para abrir las puertas a la apropiación de los recursos naturales del país por parte de corporaciones extranjeras. Su visión política, alineada con los centros de poder económico global, promueve la privatización de bienes comunes, la entrega de concesiones y la desregulación ambiental, todo bajo el discurso de la “reconstrucción nacional y la libertad”.
A ello se suma su abierto respaldo al Estado de Israel, incluso en medio del genocidio en Gaza. Machado ha justificado públicamente las acciones del gobierno israelí bajo el argumento de la “defensa de la democracia”, reproduciendo el discurso de Washington y de las potencias occidentales.
La historia del Nobel está atravesada por esa doble moral. En 1973 lo recibió Henry Kissinger, responsable de las dictaduras del Cono Sur y del bombardeo a Vietnam. En 2009, Barack Obama, mientras Estados Unidos seguía bombardeando Afganistán e Irak, y su administración se preparaba para abrir nuevos frentes bajo el disfraz de la paz. Hoy, Machado se inscribe en esa misma lógica de figuras útiles del poder imperial, llamadas “luchadoras”. Del otro lado, quienes desafían el orden global son tachados de dictadores, violentos y comunistas.
No es ampliamente conocido que el Nobel de la Paz no es entregado por la Academia Sueca ni por ningún organismo objetivo, sino por un comité político designado por el Parlamento de Noruega. Cinco miembros, entre exministros, exdiputados y diplomáticos, deciden cada año quién recibirá el galardón, bajo los principios del liberalismo conservador que guían la política exterior noruega.
El país que otorga el Nobel es miembro fundador de la OTAN, exportador de gas, petróleo y armamento, y aliado incondicional de Estados Unidos y la Unión Europea. Su aparente neutralidad diplomática encubre una participación activa en la maquinaria del poder atlántico. En ese contexto, el Nobel de la Paz es una forma más sutil de intervención, una coronación moral que blanquea la violencia estructural del sistema que lo sostiene y que niega el derecho de los pueblos a decidir su propio destino.
María Corina Machado encarna a la perfección esa función. Mujer, blanca, formada en universidades estadounidenses, defensora del libre mercado y enemiga de los gobiernos populares latinoamericanos, ha sabido venderse como “voz de la libertad” mientras exige sanciones que castigan a su “propio” pueblo. Fue promotora del paro petrolero de 2003, cómplice de múltiples intentos de desestabilización institucional y portavoz del dizque presidente Juan Guaidó.
El Nobel concedido a Machado no celebra la paz de los pueblos, sino la paz de los poderosos. Las guerras económicas se disfrazan de “defensa de la libertad”, y acciones recientes, como los bombardeos indiscriminados de embarcaciones por parte de Estados Unidos en el Caribe, son presentadas como “necesarias”.
Sin embargo, incluso dentro de la historia de este premio, existen excepciones que vale la pena resaltar. Adolfo Pérez Esquivel, que sufrió prisión y tortura durante las dictaduras del Cono Sur, convirtió su Nobel de 1980 en una denuncia permanente contra el imperialismo y la violencia del capitalismo. Rigoberta Menchú llevó la voz de los pueblos indígenas mayas hasta el corazón de un sistema que los negaba. Martin Luther King Jr. y Desmond Tutu transformaron el galardón en tribuna contra el racismo y la guerra. Wangari Maathai, desde África, hizo lo propio frente a la devastación ecológica. Son poquísimas las veces que el Nobel honró verdaderamente a quienes pusieron el cuerpo por la paz, la soberanía y la dignidad de los pueblos.
El caso de Machado debe leerse como advertencia. El Nobel de la Paz es una franquicia del poder moral occidental, una operación simbólica destinada a consagrar aliados y castigar disidencias. Su prestigio radica en la idea de que solo el Norte tiene derecho a definir qué es la paz, qué es la democracia y quién merece reconocimiento. Pero la verdadera paz no se decreta en Oslo, sino en los territorios que resisten el despojo, en las mujeres que defienden el agua y la tierra, en las comunidades que enfrentan al extractivismo voraz y en los pueblos que insisten en vivir con autodeterminación y dignidad.
Esa paz insumisa de los pueblos que se niegan a ser colonia y que siguen levantando su voz por la soberanía, la justicia y la vida, sí merece ser premiada. La paz maquillada del poder solo fractura y engaña.