Las elecciones presidenciales de primera vuelta en Chile evidencian un dato inquietante: una parte significativa del electorado optó por candidaturas abiertamente fascistas o con propuestas consistentes con un proyecto autoritario. No es una conversión doctrinaria, sino la expresión de un malestar social que encontró su cauce en ofertas políticas de orden, castigo y restauración. En esta primera vuelta, cerca del 70% del electorado eligió opciones del campo conservador. Ese comportamiento electoral no necesariamente redefine la identidad política de Chile, pero sí revela un clima de época marcado por la inseguridad, la frustración y la desconfianza en las élites políticas.
Jeannette Jara logró pasar a la segunda vuelta por un margen extremadamente estrecho. Aunque las encuestas anticipaban su presencia en el balotaje, la diferencia de apenas tres puntos frente a Kast revela un cuadro frágil en el que la izquierda llega debilitada por el desgaste y las contradicciones del gobierno de Gabriel Boric. La primera vuelta operó como un voto castigo: pesan el fracaso del proceso constitucional, los problemas de seguridad y el narco, el estancamiento económico y una percepción transversal de desconexión entre el gobierno y el pueblo. Todo eso fue capitalizado por una derecha que supo usar las emociones dominantes de miedo, frustración y cansancio.
Como es costumbre, con apoyo mediático explícito, el sector conservador instaló los temas que estructuraron la discusión pública: delincuencia, crimen organizado y migración. La retórica xenófoba, la promesa de expulsiones masivas y la apelación al orden lograron fijar el marco del debate. Mientras tanto, la centroizquierda llegó con un discurso incapaz de instalar una agenda propia sobre los problemas socioeconómicos que más afectan al país. No logró formular propuestas nítidas ni confrontar las tensiones del modelo, muchas veces rehuyendo el conflicto político y la contradicción de clase que esos debates implican. Con el neoliberalismo chileno intacto —y prácticamente sin áreas nuevas que privatizar— cualquier discusión de fondo sobre desigualdad, salarios, endeudamiento o pensiones implica tensionar el corazón del sistema, y ese debate nunca llegó a producirse o, al menos, no de forma intensa.
El colapso del bloque progresista tradicional fue evidente. La Democracia Cristiana —que durante décadas fue la organización bisagra del sistema político chileno y uno de los pilares de la transición a la democracia— hoy prácticamente desaparece del mapa electoral. El Partido Socialista, que fue el otro gran partido histórico de la centroizquierda chilena, sobrevive, pero muy debilitado y sin la capacidad de articulación que tuvo en los últimos treinta años. En contraste, el Partido Comunista emerge como la fuerza progresista más estructurada, con presencia parlamentaria significativa y un liderazgo claro dentro del actual oficialismo. Sin embargo, ese crecimiento ocurre en un contexto adverso: la derecha queda mejor posicionada en el Congreso, con capacidad de veto y control del clima político. Desde ese lugar, impone certezas mientras la centroizquierda exhibe confusión, fragmentación y falta de liderazgo.
Dentro de este escenario, Franco Parisi, quien se hizo con el 19,7% en este tercer intento por la carrera presidencial, apareció como un actor relevante. A diferencia de la elección anterior, esta vez sí hizo campaña en terreno, con despliegue territorial y una narrativa antipartidista que conectó con sectores desencantados de todo el espectro político. Su electorado se caracteriza por un rechazo profundo a “los políticos tradicionales”, una sensibilidad hiperindividualista, malestar económico y una mezcla de aspiración de clase y resentimiento hacia las élites. No es un voto doctrinario, pero sí altamente maleable a discursos de eficiencia, orden, rebaja de impuestos y castigo al sistema político.
"Ni facho, ni comunacho", repitió en varias ocasiones, refiriéndose a la polarización que implican esas opciones. Sin embargo, en 2021, diversos estudios mostraron que la mayoría del electorado de Parisi terminó apoyando a Kast en la segunda vuelta. Pero el escenario actual es distinto: la derecha llega más fragmentada, Parisi hizo campaña en terreno y su base hoy es menos predecible. Aunque su votación es muy relevante, no será el único factor que determinará el resultado.
La segunda vuelta del 14 de diciembre dependerá también de otros factores decisivos: la capacidad de Jara para movilizar a votantes jóvenes y sectores populares; el comportamiento del electorado moderado que antes pertenecía al espacio de la ExConcertación; el voto femenino, históricamente más progresista y potencialmente reactivo ante la agenda antiderechos del pinochetismo; y las dinámicas territoriales en el norte marcado por la migración y el sur atravesado por conflictos históricos.
La derecha entra a la segunda vuelta con capacidad de imponer agenda y respaldada por una mayoría parlamentaria suficiente para condicionar al próximo gobierno. La centroizquierda, en cambio, enfrenta el desafío de construir un relato convincente en tiempo récord, capaz de hablar de economía, seguridad y desigualdad sin la tibieza de la primera vuelta.
El desenlace dependerá de un conjunto de voluntades: del electorado antiestablishment, sí, pero también de las y los despolitizados, de quienes se refugian en el centro político y de quienes ven en esta segunda vuelta la última oportunidad para frenar una restauración pinochetista. El próximo 14 de diciembre, Chile decidirá no sólo un presidente o presidenta, sino la dirección histórica de la década que viene.