Perú vive una crisis de seguridad sin precedentes. El crimen organizado se ha expandido desde los márgenes hacia el centro del poder político, mientras la población convive con el miedo cotidiano: extorsiones, sicariato, narcotráfico, desapariciones. Frente a este escenario, la respuesta institucional siempre ha sido deficiente, especialmente, con Dina Boluarte a la “cabeza”. Los constantes estados de emergencia a los que ha recurrido Boluarte —la misma “estrategia” fallida de su vecino Daniel Noboa— no van a resolver el problema de fondo; no hay un plan integral para combatir la inseguridad, y ni qué decir de la mejora de otros indicadores.
Las cifras de Insight Crime muestran que, exceptuando los países caribeños, Perú registra el mayor aumento en las cifras de homicidios de la región con un 35.9 %.
Por su parte, el Congreso peruano —hoy dominado por una alianza de extrema derecha, encabezada por el fujimorismo— lleva décadas operando sistemáticamente contra el interés público, al vaivén de los grupos económicos, empresariales y criminales que tienen capturado el Estado. En lugar de representar al pueblo peruano, el poder Legislativo ha funcionado como una maquinaria de impunidad y regresión democrática, ante la vista ciega de Dina Boluarte, de quien se sabe que no controla nada de lo que pasa a su alrededor y a quien le ha convenido permanecer de brazos cruzados.
En los últimos años, este Congreso ha desmontado mecanismos de fiscalización, debilitado la Unidad de Inteligencia Financiera, atacado a los sistemas anticorrupción y aprobado leyes que protegen a personas investigadas por narcotráfico o financiamiento ilícito: un poder del Estado reconfigurando el marco legal para proteger al crimen desde dentro.
En un reciente informe, titulado “Legislar para la impunidad”, la organización Human Rights Watch señaló que, “en lugar de fortalecer las instituciones públicas”, el Congreso “ha debilitado la independencia y la capacidad de jueces y fiscales, facilitando la expansión del crimen organizado”. HRW cita varios ejemplos de leyes aprobadas por el Parlamento, como la que modificó la definición de “crimen organizado” en el Código Penal y excluyó delitos de corrupción. Esta última reforma se produjo en julio de 2024.
En ese contexto, llega Erik Prince, fundador de la tristemente célebre empresa de mercenarios Blackwater, a Perú, después de haber pasado por Ecuador, donde sus actividades también generaron alarma por los riesgos que supone quitarle al Estado su rol de garantizar seguridad pública y entregárselo a empresas privadas, especialmente si están vinculadas a crímenes de guerra. Su presencia refuerza el discurso de que hace falta una "guerra interna" para recuperar el orden, cuando en realidad esa retórica sirve únicamente para perseguir a los sectores pobres, racializados y no a las mafias incrustadas en el poder.
Su visita no es más que un símbolo de esa simulación: una supuesta “mano dura” que refuerza un modelo donde el crimen no se combate, sino que se administra al servicio de los poderosos.
La verdadera amenaza no está solo en las calles, sino en la propia institucionalidad capturada. Se castiga y hasta se mata al joven que protesta, mientras se protege al congresista que lava dinero. Se militariza el espacio público, pero se desmantelan los organismos que podrían desarticular redes criminales en el poder. La lógica es clara: mantener el miedo, para consolidar el control.
Perú no necesita más discursos vacíos sobre seguridad ni mucho menos mercenarios. Necesita recuperar su soberanía, secuestrada por las peores mafias políticas, elegir en libertad a sus propios representantes, reconstruir su institucionalidad desde abajo y con participación popular, y rechazar todo modelo de seguridad que justifique la injerencia extranjera y la represión interna. La seguridad sin democracia no es seguridad, es dominación.
América Latina ya ha vivido demasiadas veces esta historia: cuando el orden se impone desde el miedo, lo que se garantiza no es la seguridad, sino la impunidad y el enriquecimiento de quienes mandan.