Hay hombres cuyo territorio natural es el riesgo. No el temerario, sino aquel que nace de la curiosidad por los propios límites. Gael García Bernal, el actor nacido en Guadalajara, pero ciudadano del mundo, se ha puesto un casco y ha cambiado temporalmente el set de filmación por el asfalto candente de la Carrera Panamericana. No es un capricho de estrella, es un momento dorado a toda velocidad.
La noticia es llamativa: Gael, conductor en la mítica carrera, ahora llega a Morelia, en la semana de su festival internacional de cine para presentar dos películas que han marcado su existencia: “Magallanes” y “Amores Perros”.
“Conducir me ha dado el mismo miedo que siento cuando actúo”, confesó entre rugidos de moto.
Y es que ahí está la clave: en esa ecuación donde el miedo no es un obstáculo, sino el combustible.
El mismo nudo en el estómago antes de pisar el escenario, el mismo latido acelerado frente a la cámara, es el que ahora siente al tomar una curva a alta velocidad. Gael no huye del miedo; lo abraza, lo reconoce como un compañero de viaje indispensable. Es la filosofía del artista verdadero: la creación, como la conducción extrema, exige una entrega total, una pérdida momentánea del control para encontrar una verdad más honda. En la pista, un error se paga con la muerte; en el arte, con la vulnerabilidad cruda frente al espectador. Ambas son formas de naufragio controlado.
Su “Amores Perros”, esa película que nos estalló en la cara hace 25 años, fue precisamente eso: un acto temerario, un choque frontal de historias que redefinió el cine mexicano. Gael, con su cara de adolescente feroz, era el conductor de ese drama a alta velocidad. Es poético, casi de guion, que hoy, dos décadas y media después, él sea literalmente un conductor, uniendo en su persona el símbolo y la acción. Morelia no recibe solo a un actor que presenta películas; recibe a un hombre completando un círculo vital. La velocidad del automóvil y la velocidad con la que su personaje en “Amores Perros” corría hacia el abismo son, al final, la misma.
El “ojiverde”, como le llaman, encuentra en la adrenalina del volante el mismo éxtasis concentrado que en la actuación. “Siempre estoy nervioso… pero ha sido divertido”, dice. Y en esa palabra, “divertido”, se esconde todo. Es la diversión del que juega con lo sagrado, del que se asoma al precipicio y descubre que el vértigo no mata, sino que aviva los sentidos. Su viaje por la Panamericana no es un mero desplazamiento geográfico; es una metáfora en movimiento. Es la carrera de un artista que nunca se estaciona en la fama, que sigue buscando nuevos riesgos, nuevas formas de sentir ese miedo que, paradójicamente, le recuerda que está vivo.
Al final, mientras Morelia se viste de gala para él, Gael García Bernal nos da otra lección sin pretenderlo: la vida, como el cine y como las carreras, no se gana frenando. Se gana acelerando, con el miedo como copiloto y la pasión como brújula. Que siga la carrera de este tapatío que, sin quererlo, también se ha vuelto referente de esta tierra.