En la nueva película del director Jorge Ramírez Suárez queda claro que no hace cine para impresionar, sino para conmover. Y para lograrlo en “Las Mutaciones”, no dudó en plantar sus cámaras en el corazón de Jalisco. La cinta, que se estrenó el 20 de noviembre en Guadalajara, es un viaje íntimo, casi un susurro, a ese momento en que una familia se quiebra y se reinventa.
Raúl, un abuelo interpretado por Tony Dalton, pierde el habla tras una operación de cáncer. Y en ese silencio forzado, los que hablan son los gestos, los miedos, los pequeños y torpes actos de amor. Jorge lo dice con una claridad que desarma: “Si lo único que les llama la atención de tu película es la bonita foto, ya fallaste”. En “Las Mutaciones" no hay lugar para eso. Aquí lo que importa es lo que se siente: el desgaste de cuidar, el miedo a hablar de la muerte, la necesidad ridícula y hermosa de reír cuando ya no queda más.
La actriz, Mónica del Carmen, quien da vida a Elodia, lo explica de un modo inmejorable: “Yo hago a ese personaje que todos reconocemos, la “luchona” mexicana, la que empuja con una empatía y un humor que son puro escudo contra la adversidad.
“Ante la mayor tragedia, el humor mexicano nos ayuda a hacer más suaves los problemas”, dice Mónica. Y ahí está la clave: la película no es un drama pesado; es la vida misma, con sus claroscuros y sus chistes inoportunos.
Jorge Ramírez Suárez no es tapatío de nacimiento, pero su película sí lo es. La filmó aquí, en Guadalajara, y se nota ese cariño por la ciudad, por sus calles y su gente. Es una historia que se ancla en un lugar específico para hablar de algo universal. Él es un director que se niega a repetirse –ha hecho thrillers, comedias, road movies– pero todas sus películas llevan el mismo ADN: hablan de la gente, de sus vueltas y revueltas.
“Las Mutaciones” no es una película para salir “entretenido”. Es una para salir distinto. Para preguntarte, como dice Mónica: “Si yo me enfermo, ¿quién me va a cuidar?”. Para recordar que, a veces, lo más valioso que podemos hacer por alguien no es animarlo, sino simplemente acompañarlo en su silencio.
Al final, lo que queda es eso: una historia filmada en suelo tapatío, hecha con las manos en el corazón, que nos recuerda que, incluso en la pérdida, hay algo que nunca muta: la capacidad de amar, de reír y de seguir, aunque cueste.
Y eso, en estos tiempos, es un lujo.