Año con año, las lluvias de fines del verano nos recuerdan la historia de la guerra con el agua en la Ciudad de México. Una historia que tiene ya cinco siglos.
“México, a la llegada de los españoles, se hallaba totalmente rodeado de agua”, escribió Toribio de Benavente. “Pero desde el año 1524 esta agua no ha hecho más que bajar”. Su frase resume lo que ha sido desde entonces nuestra relación con el agua. La ciudad que descubrieron los conquistadores estaba rodeada por una serie de lagunas que tenían una superficie de alrededor de 2 mil kilómetros cuadrados. La mayoría de los canales y las acequias fue cegada para abrir calles de piedra y tierra, sobre las que fue construida la Ciudad de México. Así comenzó nuestra guerra con el agua. La capital, construida en el lecho del lago, padeció desde entonces varias inundaciones. Las casas del siglo XVI no sobrevivieron: desaparecieron con esas inundaciones. Para que ellas no volvieran a ocurrir, el ingeniero alemán Heinrich Maartens (conocido como Enrique Martínez) ideó en 1607 el desagüe de Huehuetoca. La idea era sacar el agua del valle de Anáhuac hacia el Golfo de México por el río Tula, a través de un cañón abierto en la montaña: el socavón de Nochistongo.
A fines del siglo XVIII, tras ser concluido el tajo de Nochistongo, en una obra que duró más de cien años, ya todo era distinto en el Valle de México. Alexander von Humboldt lo comentó en su Ensayo sobre el Reino de la Nueva España: “En las obras hidráulicas del Valle de México no se ha mirado al agua sino como a un enemigo del que es menester defenderse… El sistema europeo de desagüe artificial ha destruido el germen de la fertilidad en una gran parte del llano de Tenochtitlan”. Desaparecieron los lagos de Xochimilco, Chalco, Texcoco, San Cristóbal y Zumpango. También los ríos del Valle de México, hoy solo recordados en los nombres de las calles: Magdalena, Tacubaya, San Juan de Dios, Los Remedios, Tlalnepantla, La Piedad, Mixcoac, Churubusco. Los esfuerzos por sacar el agua de la capital culminaron en 1900, cuando fueron inauguradas las obras de desagüe del Valle de México. Pero a pesar de todos los trabajos, las inundaciones continuaron. Así, en el siglo XX, la autoridad decidió dar una respuesta radical al problema del agua con el sistema de drenaje profundo, una red de 150 kilómetros, inaugurada en 1975.
En este drenaje, 80 por ciento de las aguas que corren son aguas blancas, que en vez de ser utilizadas acaban revueltas junto con las aguas negras en el río Tula. Es absurdo, pues el Valle de México tiene hoy la más baja disponibilidad de agua de todas las 13 regiones hidrológicas de la República: apenas 230 metros cúbicos por habitante por año, muy por debajo de la disponibilidad media nacional, que es de 4 mil 900 metros cúbicos. Este es el saldo de la guerra con el agua: la ciudad que secó sus ríos, sus canales y sus lagunas necesita, hoy, tener más agua —la ciudad que tuvo miedo de morir ahogada, hoy muere de sed—. Las preguntas son obvias. ¿No puede ser captada el agua que la ciudad necesita, en vez de ser desechada? ¿No podemos almacenar, para aprovechar en el estiaje, el agua de las lluvias que inundan nuestras calles a finales del verano?