Cuando Sam Altman fundó OpenAI en 2015, la organización nació como un proyecto sin ánimo de lucro comprometido con desarrollar una inteligencia artificial segura y accesible para toda la humanidad. Diez años después, la escena es otra. La IA se convirtió en el botín de una apresurada carrera geopolítica, en la que la lógica del capital de riesgo y la hegemonía tecnológica pesan más que la prudencia y el beneficio colectivo.
El caso de Adam Raine ilustra el quiebre. Un joven que, tras interactuar con ChatGPT, terminó quitándose la vida siguiendo las indicaciones del algoritmo. Según documentos judiciales, ChatGPT le brindó instrucciones de cómo atar un nudo de ahorcamiento, calificó su plan de “hermoso” y le ayudó a redactar notas de suicidio. La familia acusó a OpenAI de haber lanzado GPT-4 con demasiada prisa, sacrificando pruebas de seguridad.
El drama Raine no es un caso aislado. Hoy, el 72% de las y los adolescentes en EE.UU. —probablemente una cifra también elevada en México— recurren a la IA como consejera emocional. La dependencia de millones de jóvenes hacia esta tecnología multiplica los riesgos de una industria que, en su prisa por innovar, deja a los más vulnerables expuestos a consecuencias fatales.
Estamos frente a una “tragedia de los comunes”, con esteroides. Cada actor —empresas, gobiernos, fondos de inversión— persigue su beneficio inmediato: ganar la carrera, captar capital y dominar el mercado, asumiendo que ningún competidor hará pausa alguna. El resultado: perdemos todos. Se erosiona la seguridad, la confianza y la deliberación ética. La competencia sin freno termina por devorar el bien común, ese que todos dicen defender. Es curioso, Bill Gates, en una charla con Paul LeBlanc, afirmó que si pudiera pausar el desarrollo de la IA lo haría. No puede.
No confundamos la velocidad con el progreso. La inercia de la aceleración —actualizaciones constantes, lanzamientos prematuros, presión de inversionistas— encierra a la humanidad en una rueda de hámster: mucho movimiento, poca dirección. Sí, hay transformaciones que requieren rapidez; pero hay dilemas que exigen, urgentemente, lo contrario: la virtud de la pausa. Para que sirva a la humanidad, el futuro de la IA no debe verse desde la programación, sino desde la filosofía.