Al momento en que una situación social parece extrema, por violenta, por opresiva, por la falta de libertades, por la injusticia, solemos recurrir al acto ejemplar, fuera de lo ordinario, de uno o de una que nos redime. Es la espera constante del mesías que imponga en el imaginario, con su palabra, sus acciones y con su presencia, la inminencia de lo otro, y que al mismo tiempo lave nuestras culpas o las acomode en un pasado que, como puestos de acuerdo súbitamente, identificamos ajeno, aunque no cesa de sernos es propio a partir del advenimiento del sujeto al que conferimos el carácter de redentor deja de ser factor influyente en lo porvenir.
Por supuesto, la muestra obvia es la de Jesús de Nazareth: él solo predispuso a su comunidad y después, por contagio, a una parte grande de la humanidad, para recomenzar transformados: solidarios, compasivos, hechos para el perdón y para perdonar. Con su muerte nos dejó la certeza en que lo malo que propiciamos antes de él quedó preterido. La continuidad de su ministerio redentor la debemos a sus herederos, que de a poco conformaron ritos para que la expiación y la posibilidad de enmendar, para cada cual, fueran accesibles cotidianamente: el anuncio de un reino nuevo tiene vigencia en tanto nos mantengamos en el acuerdo de que vale la pena ser buenos y reconozcamos nuestros errores, de la magnitud que sean. Merced al sacrificio originario y a ejecutar el rito, nos serán perdonados y volveremos a iniciar, hasta que pequemos o nos equivoquemos otra vez.
Esta noción, la redención, la purificación gracias a la intercesión de quien quiebra el estado corrupto de las cosas, se nos presenta de diversas maneras, es una manifestación cultural. Pensemos en la película El pianista: el descenso definitivo del personaje central al infierno intencional creado por el nazismo es detenido por un nazi que encuentra un punto en común con quienes Hitler y sus cómplices señalaron como los enemigos a erradicar: la música; ese oficial alemán que salva al pianista permite al espectador y asimismo, claro, al personaje, un respiro: no todo está perdido, entre quienes son capaces de la maldad más extrema la bondad es posible. Otro filme, basado en hechos reales, tiene un intríngulis similar: La lista de Schindler.
Desde el bien que los espíritus comunes y corrientes ejercemos, el nazismo y sus ejecutores no alcanzan redención y, ya apurados, tampoco perdón. Entonces, aquello que se redime no son personas o grupos de estas, sino la capacidad humana para salir de las circunstancias más terribles, siempre y cuando algunos, algunas, de entre nosotros, muestren una salida y desde el paradigma que nos representen, no demos a actuar colectivamente.
El asesinato brutal, con todas las agravantes: feminicidio, de Vanessa, en la vecindad de Casa Jalisco, sede del gobierno, nos abisma.
Aunque en realidad no este crimen, sino la suma de todos, los graves y los menores cotidianos, más la desconfianza, la desigualdad y la impunidad.
La muerte de Vanessa exhibió la distorsión que somos y el cariz de irredimible que parece tener nuestra actual circunstancia, por la opresión que causan los intereses del crimen organizado (concepto que incluye la connivencia con autoridades) y por la descomposición social, según afirmó el gobernador.
Quién identifica alguna voz, una actitud o al menos amagos de indignación honesta, creíble, en alguien, que luzcan como germen de esperanza y de hechos contundentes que nos hagan creer que es factible truncar la inercia de la inseguridad, del individualismo a ultranza y de la justicia que dejó de ser ciega, en estas fechas nomás se hace de la vista gorda.
Nunca la sociedad había estado tan comunicada, nunca los gobernantes habían tenido tantos amplificadores para sus declaraciones y nunca habían encontrado tantas dificultades para ocultar sus yerros y así, todo nos impele al miedo, a desentendernos de los demás, de lo colectivo. De esto es de lo que nos urge redención.
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