En el primer día, los Malos, hombres y mujeres, vieron que para ellos robar era provechoso y que podían hacerlo sin mayor peligro, salvo, claro, el de tropezar al salir corriendo o caerse de la motocicleta o el peor: creer que la cadena arrancada del cuello de una incauta era de oro y enterarse después que era bisutería. Al primer día se sumaron el siguiente y el tercero y el cuarto… semanas que completaron meses hasta que el recuento más simple fue por lustros.
En el segundo día los Malos vieron que asesinar era provechoso para sus negocios y que podían hacerlo sin mayor peligro, salvo, claro, el que acarrea dejar herida a la víctima o que la pistola se trabe o equivocar al sujeto y trabajar doble. A ese segundo día lo sucedieron tres, siete, trescientos, muchos años bisiestos.
En el tercer día los Malos vieron que robar y matar eran apenas muestra de lo que el destino les tenía deparado, entonces asaltaron, extorsionaron, desaparecieron gente, corrompieron, secuestraron y, cómo no, notaron que eso era benévolo para ellos y que peligro, lo que se entiende por peligro, no había tanto, excepto que otros Malos, y las respectivas Malas, codiciaran lo mismo que ellos, en el mismo sitio y entre la misma gente, pero rápido notaron que para evadir ese riesgo era favorable suministrar la misma fórmula a los rivales: robar, matar, asaltar, extorsionar, desaparecer, secuestrar. Cuánta cosa apetecible encontraron los malos, la cueva de Alí Babá era una cloaca junto a lo que las regiones del país representaban para ellos. Era un contento, para los Malos, por supuesto, la particular creación a la que se dieron, labrada cotidianamente a su imagen y semejanza moral.
En tanto, en un borde siempre en trance de estrecharse, las Buenas y los Buenos no atinaban sino a escribir y reescribir leyes, reglas, códigos, ferocísimas sentencias dictadas para el papel y para el uso de jueces imaginarios a los que aún más imaginarios policías y fiscales entregaban arrepentidos criminales. Las Buenas y los Buenos festejaban con dispendio de publicidad cada que una nueva legislación los hacía creer que las Malas y los Malos al fin sufrirían por sus fechorías, suponían a estos temblando de sólo pensar que los bondadosos les tenían deparadas vengativas condenas hasta de cadena perpetua. El gozo de los bienhechores era tanto y sus habilidades para redactar preceptos tan evidentes, que se volvieron insensibles ante el encogimiento del territorio en el que los tenían arrumbados los malvivientes; a ellos el espacio intelectual de figurarse el bien por escrito se les presentaba inconmensurable.
No aprendían. Quienes ambicionaban gobernarlos volvían a engatusarlos con el truco de ofrecer modificaciones para los estatutos, algunos incluso prometían pergeñar lozanas Cartas Magnas en las que con letras doradas inscribirían que aquel que la hiciera, la pagaría. Y los Buenos, olvidadizos, crédulos, volvían armar holgorios cada que un inédito artículo de la jurisprudencia era dado a luz, no importaba que de inmediato entrara a la oscuridad que sobre cada asunto los Malos habían cernido despaciosa y eficazmente.
Pero la cíclica diarrea jurídica se agotó por ineficacia; de a poco los honrados pero pasivos repararon en que lo perdían todo, irremisiblemente; infirieron, inermes, que los Malos consiguieron recomponer el concepto de seguridad ciudadana, de ser una alta aspiración republicana lo dejaron en la mera mansedumbre de conformarlos con dar gracias por no estar peor; o sea, la capacidad de agradecer, que fue la postrera seguridad pública a la que accedieron, implicaba que estaban vivos, y lo apreciaban como una bendición.
Los Malos siguieron en lo suyo, dijimos antes que notaron que les era propicio; ni siquiera tomaban en cuenta que hubiera menos Buenos para robar, matar, extorsionar, desaparecer, etc. Se supo que la última pareja de Buenos expiró mientras recitaba: juramos guardar y hacer guardar…
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