La tortura en nuestro país es una práctica generalizada, que permea a todo el sistema de seguridad pública y de procuración de justicia. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad 2016 —recientemente dada a conocer por el Inegi— 75.6 por ciento de las personas que se encontraban privadas de la libertad en ese año sufrió algún tipo de violencia psicológica durante el arresto.
Dichas personas fueron incomunicadas o aisladas, amenazadas con cargos falsos, desvestidas, atadas, vendadas, presionadas para denunciar a alguien, asfixiadas de alguna forma, amenazadas con que sus familias serían dañadas o les hicieron daño a estas. Del mismo modo, 63.8 por ciento sufrió algún tipo de agresión física: patadas o puñetazos, golpes con objetos, lesiones por aplastamiento, descargas eléctricas, quemaduras, violencia sexual, lesiones con arma blanca o arma de fuego u otros tipos de agresión.
Estas cifras revelan que la brutalidad sigue siendo una herramienta en la persecución de los delitos y que las instituciones de seguridad pública, por encima de métodos científicos, aún recurren a la tortura como instrumento para obtener confesiones o información en el contexto de sus investigaciones.
Y sin embargo, la tortura constituye una práctica ilegal proscrita universalmente. Su prohibición es inequívoca, incondicional y absoluta, en tanto no admite excepción ni limitación alguna, ni siquiera en circunstancias que constituyan un peligro o emergencia pública, por lo que sencillamente no está entre las herramientas con que cuenta un Estado para proteger a sus ciudadanos. Su uso acaba con la noción de debido proceso, deslegitima el sistema de impartición de justicia y frustra los fines de la seguridad pública. Se trata, además, de una práctica contraria a la idea mínima de dignidad humana y en tal sentido es contraria a la esencia del Estado democrático.
En su esfuerzo por contribuir a la erradicación de esta práctica, la Suprema Corte ha emitido criterios que recogen los lineamientos internacionales y que buscan dar efectividad a su prohibición. Así, se ha adoptado una definición amplia que considera a la tortura como las afectaciones físicas o mentales graves infligidas intencionalmente con un propósito determinado: obtener una confesión o información, castigar o intimidar, menoscabar la personalidad o la integridad física y mental de la persona.
Particularmente, se ha establecido que la violación sexual puede constituir tortura aun cuando consista en un solo hecho u ocurra fuera de instalaciones estatales. La violación sexual es una forma paradigmática de violencia contra las mujeres, por lo que su existencia debe considerarse con perspectiva de género.
De igual manera, se ha señalado que todas las autoridades que tengan conocimiento de la manifestación de que una persona ha sufrido tortura o que tengan datos de la misma, tienen la obligación de dar aviso a la autoridad ministerial para efectos de que exista una investigación diligente, efectiva e imparcial, en la que la carga de la prueba corresponde a las autoridades y no a quien la invoca.
Si la noticia de tortura surge dentro de algún proceso penal, el juez debe por si mismo verificar su veracidad y si omite investigar los actos de tortura alegados por los procesados, se produce una violación al procedimiento que amerita su reposición con la finalidad de realizar la investigación respectiva. En caso de probarse que hubo tortura, se debe excluir toda prueba que haya sido obtenida directamente de la misma o que derive de ella, lo cual comprende declaraciones, confesiones y toda clase de información incriminatoria.
El uso generalizado de la tortura y el abuso de la prisión preventiva hacen del sistema de impartición de justicia una simulación de la que las principales víctimas, como siempre, son las personas más vulnerables de nuestra sociedad. Un sistema de justicia en el que el uso de la tortura no sea definitivamente desterrado no es digno de llevar ese nombre. Es fundamental que en la operatividad del Nuevo Sistema de Justicia Penal la abolición de la tortura sea una política pública inequívoca, con la que todos los órganos del Estado estén comprometidos.