Es de esas imágenes que no se olvidan. Obscena por la verdad que desnuda. Grosera. Un hombre abre un libro empastado en piel y grabado con letras de oro en donde se lee: Constitución Política. Estados Unidos Mexicanos. Cruza la primera hoja que, con una majestuosa águila impresa sirve de anteportada y, al dar vuelta a la página, se descubre que el resto de las hojas han sido recortadas de forma precisa y rectangular para convertir el magnífico ejemplar en un libro vacío; pero también, en una alcancía, un escondite, una pequeña tumba. El hueco está lleno de billetes y monedas. El tipo mete la mano dentro de la Constitución, rasca hasta el fondo y se lo roba todo.
No necesitamos más, pensé al ver la imagen. Síntesis escandalosa de lo que somos. Provocación y bofetada. A partir de esa imagen construí un par de spots que servirían como promoción para La ley de Herodes, primera película de la tetralogía fársica de Luis Estrada sobre la realidad nacional en 1999. Estaba convencida de que la imagen no dejaría a nadie intacto. Imaginé desde la risa hasta la indignación. Sin embargo, ni en mis sueños más soviéticos sospeché la reacción de las televisoras nacionales: se negaron a transmitir la publicidad. La imagen no saldría en la televisión. Había que cambiarla.
Ese era otro México, dirán algunos. Y sí, ese era el México del siglo pasado, el del siglo XX que tanto nos quedó a deber. Ernesto Zedillo era el Presidente de nuestro país y los estertores del PRI hegemónico se hacían cada día más audibles. La alternancia estaba a punto de estrenarse en nuestra nación.
A esa película siguieron El Infierno, sobre la violencia y la guerra contra el narco y La Dictadura Perfecta, sobre el poder de los medios. Cada película hacía una esperpéntica crítica del Presidente en turno y presentaba la foto oficial de cada uno presidiendo una oficina donde sucedía lo inconcebible. Supongo que ni a Calderón ni a Peña les gustó verse así reflejados, pero aguantaron. Se tragaron la burla, la crítica y el disenso.
Hace un par de semanas Luis Estrada estrenó ¡Qué viva México!, la cuarta película de la saga, que hace referencia a este sexenio y a nuestro actual Presidente. La película es corrosivamente entretenida, una sátira que refleja el México que somos con todo y su Constitución-alcancía, como un trágico guiño a eso que no podemos dejar de ser.
El tema es que nuestro Presidente no aguantó. El miércoles pasado, teniendo como contexto la tragedia de los 39 migrantes muertos que el Gobierno todavía no ha podido explicar, nuestro mandatario trivializó la mañanera y se lanzó contra la película. Dijo que era un “churro” y se burló e insultó a Estrada. Si fuera publicidad inversa –criticar algo para que todos terminen por probarlo–, resultaría interesante, pero no es. Se trata tan solo de evadir la realidad y tal vez de algo más. Dos días después en una insólita cápsula, un programa de revista de la mañana retomó la imagen del Presidente y su crítica y puso a uno de sus conductores estelares a comerse un “churro” y pedirle a la gente que no fuera al cine.
No pude evitar recordar los modos y las formas del siglo pasado. Nuestra trágica saga. No, no son como antes sino como mucho más antes. Con lo cual, si llegamos a tener futuro, será de puro churro.