Política

Declaración de guerra

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Es oficial, estamos en guerra. “Sus países se van a ir al infierno”, reventó Donald Trump frente a la Asamblea de la ONU, logrando que sus seguidores lo vieran como un acto de sinceridad y valentía; mientras que para el periódico inglés, The Guardian, simplemente resultó “un espectáculo vergonzante”. ¿Quién tiene la razón? Depende. Las balas que se disparan desde donde uno está parado siempre parecen más justas y nobles que las que vienen del adversario.

La guerra cultural está declarada. Y no, no es metáfora, el bando que triunfe no solo impondrá leyes, sino el marco desde el cual se interpretará la realidad. Es una batalla en donde no hay neutrales: o se gana la historia o se hereda la desgracia.

En términos generales, el discurso de Trump de la semana pasada en la ONU fue definido como “polarizante”. Pero no, fue mucho más allá de eso. La polarización es apenas un instrumento: divide, agrupa y asegura mayoría para obtener el triunfo. Pero Trump ya ganó, difícil encontrar otro personaje en el mundo con una posición más ventajosa que la de él. Este discurso forma parte de algo más grande: una batalla por definir qué es “lo correcto” y cómo se “debe de pensar” en temas de identidad, moral, educación, sexualidad, religión, libertad de expresión, género, raza, nación y aún más, memoria histórica.

Es la misma batalla que se sostiene hoy en México. Al oficialismo le queda poco por ganar en términos de poder material, a la buena o a la mala, lo tiene casi todo. Hoy lo que buscan es la hegemonía cultural. No solo controlar instituciones, sino también símbolos y narrativas. Una batalla que se libra en las escuelas, universidades, medios de comunicación, redes sociales y, por supuesto, en la política.

El término “guerra cultural” se popularizo en los noventa cuando el sociólogo James Davison Hunter habló de un conflicto entre cosmovisiones antagónicas: ortodoxa y progresiva. Pero la guerra que hoy vivimos empezó antes. Su origen no está en los noventa sino en los sesenta, cuando la juventud irrumpió en el escenario público con un desbordamiento emocional sin precedentes y una amplificación mediática nunca antes vista. Lo que para los jóvenes era liberación, para los sectores tradicionales fue amenaza existencial: pérdida de moral, autoridad y patria. Lo que siguió fue la respuesta conservadora como una defensa moral que transformó esa irrupción en un conflicto bélico simbólico de largo plazo.

A partir de ahí la batalla no se ha detenido. Por largo rato el triunfo parecía conservador hasta que llegó el wokismo y hoy el antiwokismo, que a final de cuentas son las categorías de siempre: ortodoxos y progresistas.

Ambos bandos consideran que el enemigo es el otro cultural. Cada uno define al adversario como una amenaza civilizatoria. Unos hablan de dictadura progresista, los otros de fascismo cultural. Unos prohíben la publicación de ciertos libros, los otros exigen programas, lenguaje y categorías. Para unos los woke adoctrinan, para los otros los antiwoke censuran. Y, por supuesto, ambos quieren decidir qué pueden decir los medios, los comediantes y los académicos.

La llaman guerra simbólica, cultural… hasta que una bala atraviesa un cuello. Entonces todo deja de ser metáfora.


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Ana María Olabuenaga
  • Ana María Olabuenaga
  • Maestra en Comunicación con Mención Honorífica por la Universidad Iberoamericana y cuenta con estudios en Letras e Historia Política de México por el ITAM. Autora del libro “Linchamientos Digitales”. Actualmente cursa el Doctorado en la Universidad Iberoamericana con un seguimiento a su investigación de Maestría. / Escribe todos los lunes su columna Bala de terciopelo
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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