Trabajar en equipo parece una habilidad sencilla en teoría, pero en la práctica es uno de los mayores desafíos del mundo laboral. Nos enseñan desde pequeños a compartir, pero rara vez aprendemos a cooperar genuinamente. Y es que trabajar con otros no consiste en sumar talentos, sino en armonizar emociones, egos, ritmos y formas de pensar.
La psicología social ha demostrado que el conflicto en los grupos no surge solo por diferencias de opinión, sino por la lucha silenciosa entre la necesidad de pertenecer y el temor a perder el control. En otras palabras, queremos ser parte, pero sin renunciar a nuestro protagonismo. De ahí que muchas veces la colaboración se convierta en competencia, y la comunicación en una batalla por quién tiene la razón.
Desde la neurociencia, sabemos que el cerebro humano está programado para proteger su identidad. Cuando alguien cuestiona nuestras ideas, se activa la misma región que responde al dolor físico: la amígdala. Por eso nos cuesta escuchar, ceder o reconocer errores. El trabajo en equipo exige inteligencia emocional. La capacidad de autorregularse, de empatizar y de anteponer el propósito colectivo al beneficio individual.
Los equipos más exitosos no son los que piensan igual, sino los que aprenden a pensar juntos. Donde cada integrante se siente valorado por lo que aporta, pero también responsable de lo que construye con los demás. Trabajar en equipo implica un acto de humildad y lograr entender que mi parte no brilla si el conjunto no avanza.
Quizá por eso nos cuesta tanto: porque trabajar en equipo no es una técnica, sino un acto de madurez emocional. Y en tiempos donde el “yo” domina las narrativas, el verdadero reto está en recuperar el “nosotros”.
“Cuando los líderes ayudan a las personas a conectarse con sus propias emociones y con las de los demás, los equipos se vuelven más cohesionados, más creativos y mucho más resilientes ante la presión.”- Daniel Goleman, El líder resonante crea más (2002).