A principios de la década de los noventa del siglo y milenio pasado existía un país que soñaba con dejar su estado larvario, salir de la jaula de la melancolía y nunca más volver a ser un ajolote, digámoslo así acompañados de Roger Bartra.
En esa nación, muy, muy lejana, apareció un candidato que se hizo de la narrativa de la época y le espetó a toda una generación de aspiracionistas: “yo vengo de la cultura del esfuerzo”.
Pero una tarde de primavera maldita, una bala le cruzó la caja de las ideas y, al tiempo que acabó con su vida, sepultó la esperanza de que el esfuerzo sirviera de algo, de algo más que acabar abatido por los proyectiles de intereses mezquinos; el futuro comenzaba a hacerse flaco.
Cientos o quizá miles de familias se formaron y se forjaron con la idea de que si se esforzaban, podrían mejorar ellas y dejarles mejores parcelas a sus descendientes. No tengo duda que muchas lo lograron, he escuchado sus historias, como tampoco tengo dudas de que otro tanto no lo lograron, he escuchado sus historias.
Sin embargo, lo que en su tiempo fue un mantra personal y colectivo se convirtió en una frase maldita. Palabras prohibidas. Hoy quien las pronuncia corre el riesgo de ser lapidado en la plaza pública y enviado a una de las gradas del purgatorio donde penan las almas de los funados.
Echarle ganas, esforzarse, empeñarse son acepciones de la explotación. Un engaño para que unos pocos mantengan sus privilegios a costa de la ilusión de muchos incautos que no entienden que la felicidad no es para ellos y que nunca la tendrán porque los dioses del neoliberalismo no les permitieron nacer en cuna de oro, donde todo brilla y es felicidad.
Y puede que en muchos sentidos tengan razón; sin embargo, la negación del esfuerzo personal y colectivo como una vía para alcanzar algunos satisfactores reduce el problema a lo tienes o no lo tienes, y todo reduccionismo tiene consecuencias catastróficas. Lo estamos viendo y padeciendo.
¿Qué sentido tiene vivir una vida en donde, se haga lo que se haga, nunca se podrá conseguir más (o menos) de lo que ya se tiene? Sin lugar a duda, esta sentencia genera desasosiego, vacío, anorexia. Ya no hay capacidad de desear ni de sentirse objeto de deseo. El horizonte como futuro prometedor se convierte en un lastre del pasado que jala a la nada.
Si entonces nos encontramos de esta manera, parece que no hay posibilidad de hacer vínculo social, porque justamente los vínculos amorosos que sostienen la vida son imposibles. Cuando hay nada, todo vale. La pulsión de vida cede su paso a la pulsión de muerte. Hay que pasar por encima del otro, del privilegiado —aunque en realidad tenga menos que uno—; es privilegiado porque precisamente es otro y tiene algo que nosotros no, esa otredad que nos amenaza. Podemos así asegurar que se cumple la máxima de “mata porque quiere morir”.
Desde las terapias psi, durante mucho tiempo se ha dicho y repetido hasta el cansancio que no hay peor frase que se le pueda decir a alguien que atraviesa por una depresión “échale ganas”, pero quizá hayamos estado equivocados. Tal vez el otro, el que escuche estas palabras, puede encontrar en ellas un arnés que le devuelva toda posibilidad de vincularse al amor y a la vida. No lo sabemos, al menos no en su generalidad, por eso, a pesar de todo, “tú, ¡échale ganas!”