Ernesto Zedillo no es santo de mi devoción. Padecí su mezquindad vengativa contra el colosismo y presencié la mitificación de su papel en la transición democrática. Pero una cosa es reconocer que no merece ser elevado al nivel de artífice de la democracia y otra es castigarlo por expresar su rechazo a la 4T. La exigencia de investigarlo ahora y no antes refrenda la intolerancia a la crítica y el uso faccioso de la justicia de este régimen. El ex presidente tiene el derecho —y si me apuran el deber— de alzar la voz contra lo que muchos consideramos un proceso de autocratización.
Ahora bien, si la presidenta Sheinbaum desbarraría persiguiéndolo, la oposición prolongaría el error táctico de la contienda de 2024 adoptando a Zedillo como adalid. En aquella elección, en vez de proponer un cambio diferente al de López Obrador, la alianza opositora se atrincheró en el pasado y reivindicó implícitamente el sexenio de Peña Nieto, el más corrupto del “periodo neoliberal”. Dijo que el sexenio 2018-2024 no fue igual sino peor que el de 2012-2018, y al hacerlo esgrimió un corolario ominoso: estábamos mejor antes, ergo, hay que recrear ese México. Como si no hubiera existido una reprobación al priñanietismo que rondaba el 80 por ciento, en el PRI no hubo autocrítica ni deslinde —no podía haberlos, por eso no debió ser parte de la coalición— y en el PAN hubo silencio. AMLO debe haber gozado al ver al “PRIAN” reforzar su narrativa e invocar el enojo social que a él le dio millones de votos.
Sé que era difícil que la gente captara un mensaje de “sí necesitamos una transformación pero no una que en el fondo es más de lo mismo”. Era complicado explicar lo que se necesitaba y lo que no: pensiones y becas y no asistencialismo sin educación y capacitación, un sistema de salud universal y no las ocurrencias del Insabi y la megafarmacia, fusión de algunos órganos autónomos y no destrucción de contrapesos, erradicación de los vicios del poder judicial y no colonización guinda, una política de seguridad firme y no laissez faire al crimen organizado. Pero no intentarlo y caer en atavismos era dar más ventajas en la elección. Decir “igual” y no “peor” constituía, en este caso, más que un prurito de adjetivación. México sí estaba mal y requería un cambio que no llegó. Este debió ser, a mi juicio, el reclamo opositor: se hizo una reedición corregida y aumentada del presidencialismo discrecional, clientelar y corrupto. Te engañaron: hubo continuidad, no transformación.
Neoliberalismo y populismo son como la yunta de Silao: tan malo el pinto como el colorao. La nefasta reforma judicial de la 4T es antidemocrática hasta el fondo, sí, ¿y la de Zedillo no lo fue en la forma?; depurar la impartición de justicia era y es asignatura pendiente. Y si las obras de AMLO y el endeudamiento electorero de 2024 fueron dañinos, ¿qué decir del Fobaproa? No defendamos un pasado que lastimó a la mayoría de los mexicanos, propongamos un futuro que resuelva nuestros problemas sin engaños populistas. Los beneficiarios de los programas sociales nunca aceptarán que México vuelva al zedillismo y menos al peñanietismo, pero tarde o temprano se darán cuenta de que la anestesia del obradorismo no curó la enfermedad de la corrupción y la desigualdad. Hay que plantearles un tratamiento distinto.