Cultura
  • Los ladrones de libros también van a la FIL: entre la épica, la culpa y el botín literario

La FIL también guarda historias clandestinas: lectores que roban para seguir leyendo | Ariel Ojeda

Entre la épica del Robin Hood ilustrado y la ética de quienes pagan inventarios completos o absorben los robos hormiga, el hurto es un síntoma: una grieta en el ecosistema del libro.

DOMINGA.– Un escritor del Bajío confiesa su robo. En su lugar de origen, las librerías siempre han sido pocas y las bibliotecas funcionan como oasis más que como servicio público. El escenario del hurto es la Biblioteca Central: un edificio solemne y silencioso de Ciudad Universitaria, hecho de estantes metálicos, alumnos concentrados y vigilantes distraídos. 

El método sería el mismo de la cinta Escape de Alcatraz. Ahí los presos burlaban al sistema sacando dos tenedores del comedor: uno escondido, pegado al cuerpo como un secreto; el otro visible, sacrificial, entregado a los guardias como si fuera el culpable de activar el detector de metales. La misión, un éxito.

El escritor –un cleptómano de libros confeso– lo recuerda con precisión: miró el arco de seguridad de la biblioteca, viejo y torpe, y sintió cómo la ficción se licuaba dentro del mundo real. “Si funcionó en Alcatraz, ¿por qué no aquí?”, pensó, mientras sostenía dos libros: uno visible, inocente, el que pretendía devolver; otro oculto bajo la chamarra, pegado a las costillas, latiendo como un pequeño animal.

Entre cientos de títulos, los precios siguen siendo parte de la conversación | Ariel Ojeda
Entre cientos de títulos, los precios siguen siendo parte de la conversación | Ariel Ojeda


Cuando cruzó el detector, el aparato gruñó su pitido. Él levantó el ejemplar visible, fingió una sorpresa educada y sonrió con esa mezcla de culpa y cortesía que sólo existe en los buenos lectores que cometen actos pequeños y clandestinos. “¡Ay, perdón!… Debí dejarlo afuera”. La bibliotecaria asintió y sin sospecha lo dejó pasar.

De la biblioteca se llevó –o rescató, prefiere decir– una edición de Jorge Luis Borges que ya no se reedita, poemas de César Vallejo subrayados por manos anónimas y un volumen de Pablo Neruda cuyo lomo estaba tan gastado que parecía haber sobrevivido a una guerra. Pero su tesoro mayor fue una antología cubana de tres poetas franceses –Rimbaud, Verlaine y Mallarmé– traducidos por Cintio Vitier. “Ese libro no podía dejarlo ahí”, confiesa, como si hubiese salvado a un pájaro herido.

Aunque no siempre fue un saqueador irreversible. “A mi favor debo decir que muchas veces regresé libros que no me gustaron”, afirma. Quizá ningún tipo de hurto haya generado posturas morales tan divididas como el robo de libros, que llevó a acuñar el término “bibliocleptómano” para referirse a aquel que roba libros.

Entre tantos libros, persiste la pregunta: ¿hasta dónde llega la ética del lector? | Mario Guzmán
Entre tantos libros, persiste la pregunta: ¿hasta dónde llega la ética del lector? | Mario Guzmán


Incluso el escritor Miguel Albero publicó Roba este libro (un título, por cierto, robado de Abbie Hoffman), donde propone una clasificación de las distintas tipologías de ladrones de libros. Pero incluso él advierte: “existe la creencia errónea de que así se fomenta la cultura; sin embargo, a nadie se le ocurre pensar que escapando sin pagar de un restaurante con estrella Michelin se fomenta la alta gastronomía”.

Siguiendo al madrileño Albero, existen varios tipos de ladrones de papel y tinta: desde quienes saquean las masivas ferias del libro para revender, hasta quienes lo hacen para salvar “joyitas” de la soledad de una biblioteca; desde quienes descargan los PDF piratas en grupos de Telegram hasta quienes no devuelven los volúmenes prestados, respaldados por la sabiduría popular: “es tonto quien roba un libro, pero más tonto quien lo devuelve”.


Con motivo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara –que reúne a más de 800 escritores y 900 mil visitantes– entrevisté a representantes de editoriales comerciales e independientes, a escritoras y escritores –que confesaron bajo el anonimato–, y también a ladrones de libros, amantes de la lectura. El resultado: un tratado ético sobre las posturas que envuelven a quienes roban no para lucrar en el mercado negro, sino para alimentar el placer intelectual.

Los que dicen ‘robar libros no es un delito’

“Robar libros no es un delito”, decía el chileno Roberto Bolaño. Él defendía el hurto como un derecho natural del lector pobre, una forma de ajustar cuentas con un mundo donde las bibliotecas personales no crecen al mismo ritmo que el hambre literaria. Robar para leer era, en su ética íntima, un acto de supervivencia cultural.

Ese mismo código opera aún hoy en estudiantes jóvenes y lectores voraces que ven en el robo literario un gesto romántico o de justicia. Lo recuerdan escritores que hoy publican en las grandes firmas editoriales del país, como quien rememora una iniciación clandestina en el oficio.

Libros expuestos en la FIL Guadalajara, el punto de reunión para miles de lectores | Ariel Ojeda
Libros expuestos en la FIL Guadalajara, el punto de reunión para miles de lectores | Ariel Ojeda


“No traía dinero y quería leer a Saramago”,
me contó un poeta de la costa del Pacífico, ganador de varios premios nacionales. Evoca la Biblioteca Central de su ciudad: las manos sudadas, las cámaras viejas que no servían para nada. La estrategia era burda pero efectiva: tomar uno o dos libros, encerrarse en el baño y, desde una ventanilla que daba al exterior, aventarlos como si fuese un rescate clandestino.

Luego, salir caminando con calma, dar la vuelta al edificio y recogerlo del suelo. De esa manera obtuvo Ensayo sobre la ceguera. “Así le hice… así nos hacíamos güeyes todos”, dice con la naturalidad de quien confiesa una travesura universitaria.


El robo de libros ocurre en facultades, en bibliotecas públicas y también en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la FIL, donde la tentación se vuelve un deporte extremo. Con sus pasillos interminables, sus stands repletos, la FIL es para algunos lo que el dinero público para el político corrupto o una joya antigua para el ladrón consagrado: un escenario propicio para la fechoría.

Rodrigo tiene 20 años –llamémosle así en honor a Rodrigo Fresán, quien alguna vez afirmó que robar libros es “una forma deportiva de la literatura”–. Estudia Letras Hispánicas porque quiere ser escritor. Esta vez llegó a la FIL con una misión precisa: robar Terrestre, el nuevo libro de Cristina Rivera Garza. Los 279 pesos que cuesta representan casi una tercera parte de su presupuesto semanal. Además, le parece “excesivo” pagar tanto por una edición de apenas siete cuentos. “Suben los precios porque es una escritora de moda”.

El ‘stand’ de Penguin Random House en la FIL atiborrado de guardias de seguridad | Ariel Ojeda
El ‘stand’ de Penguin Random House destaca por su equipo de vigilancia en la FIL | Ariel Ojeda


El stand de Penguin Random House es uno de los más vigilados: al menos una veintena de uniformados naranjas ayudan a lectores perdidos y supervisan lectores sospechosos. Miradas que siguen a cuerpos inquietos, manos que se detienen a revisar tickets cuando alguien se va. “Fue difícil pero lo conseguí”, me dice. Ahora espera el jueves 4 de diciembre para conseguir la firma de la autora, ganadora del Pulitzer. Quizá sin saberlo, Cristina estará firmando un libro robado.

—¿Qué crees que opinaría ella? —le pregunto.
—No sé… creo que no le importaría. Sólo es un libro. No lo compro porque no puedo, pero la admiro mucho. A lo mejor hasta ella lo hizo.
—¿Si tuvieras dinero pagarías por él?
—Claro. Cuando tenga trabajo como escritor, yo los compraré. Esto del robo es momentáneo. Además luego los rolo, para que más gente lo lea. Soy como un Robin Hood: hasta ayudo a la cultura.


En las editoriales pequeñas este fenómeno despierta emociones encontradas. Miguel Uribe, director de Puertabierta Editores, lo explica con una sinceridad casi desconcertante: “El hurto de libros es raro; es cosa de personas raras. Si te roban un celular, va al mercado negro. Un libro, no. Lo roban porque quieren leerlo… y porque les da alegría salirse con la suya”. Incluso recuerda un caso inverso, también en la FIL de Guadalajara, cuando el editor español Chema de la Quintana dejó libros a plena vista sobre la tapa de una camioneta. “Si se lo roban, será un favor”, dijo.

Nadie se los robó. A veces ni siquiera el ladrón literario aparece cuando se le ofrece la oportunidad perfecta.

Los que dicen ‘robar libros es robar, punto’

“Robar libros es robar”, respondió el argentino Cristian Vázquez a Bolaño. En un ensayo publicado en Letras Libres, desmonta la épica del ladrón ilustrado y recuerda que el libro es un objeto cultural con trabajo, tiempo y salarios detrás. “Si alguien roba un libro, está robando”, sentencia. Sin metáforas. Sin romanticismo. Sin matices que lo dulcifican. Las editoriales lo saben bien.

En ferias largas –FIL Guadalajara, Minería, Zócalo– los robos son tan frecuentes que se han convertido en una variable presupuestal. “Tenemos un porcentaje asignado para pérdidas por robo”, me dice la encargada del área comercial de una gran editorial mexicana. “No es algo fuerte, pero ya lo normalizamos. Eso también está mal.” Otra editorial de tamaño similar lo confirma: los faltantes entran dentro del margen permitido antes de que la feria deje de ser viable.

¡En ferias como la FIL, algunas editoriales ya contemplan pérdidas por robo dentro de sus presupuestos | Ariel Ojeda
En ferias como la FIL, algunas editoriales ya contemplan pérdidas por robo dentro de sus presupuestos | Ariel Ojeda


De hecho, la Policía Municipal de Guadalajara no tiene registros de detenidos por robos de libros durante 2024 –habrá que esperar las estadísticas de este año–. La propia FIL de Guadalajara no respondió la solicitud sobre cifras oficiales del delito. Y las editoriales consultadas coinciden en que la mayoría de los casos se resuelven con mediación: el ladrón sorprendido paga el libro que lleva y el incidente no trasciende.

También están las anécdotas que revelan otro ángulo del robo, uno menos heroico. Como la señora bien vestida que, en un evento universitario, tomó seis libros –entre ellos, varias ediciones de Hugo Gutiérrez Vega– y se marchó sin pagar. Cuando la alcanzaron para cobrarle, respondió indignada: “¡Esto debe ser regalado porque es de la Universidad de Guadalajara! Ellos no pueden vender nada”.

No había allí hambre literaria ni sed de conocimiento: sólo la convicción clasista de que la cultura está para servirla.

En otras ocasiones, el robo no tiene nada que ver con lectores anónimos, sino con estructuras completas. Un editor mexicano recuerda lo que considera un verdadero atraco: cuando el Fondo de Cultura Económica  ofreció pagar de inmediato deudas históricas con editoriales independientes… siempre y cuando aceptaran un descuento del 30 o 40%. “Eso sí es un robo”, afirma. “Una deuda que se nos debía, pero que nos querían pagar como si no fuera completa”. Una forma más sofisticada –y devastadora– de restarle valor al trabajo editorial.

Cada libro perdido implica un golpe para librerías, editoriales y distribuidoras que sostienen la cadena del libro | Especial
Cada libro perdido implica un golpe para librerías, editoriales y distribuidoras que sostienen la cadena del libro | Especial


Incluso quienes han sufrido el robo hormiga reconocen un desgaste emocional: “Entre el disgusto y el encanto”, dice
Miguel Uribe, director de Puertabierta Editores. “Porque es un libro menos, pero también alguien lo quiso tanto como para robárselo.”

Ese encanto se rompe cuando el daño no recae en un lector aislado, sino en un ecosistema completo: en librerías pequeñas que sobreviven al día, en editoriales independientes que imprimen tirajes justos, en distribuidoras que cargan con inventarios que alguien debe pagar. El ladrón cree que toma un libro; en realidad rompe una cadena de trabajo que es más frágil de lo que parece.

Robar libros es robar. Y aunque existan historias hermosas en torno al acto –adolescentes sin dinero, poetas tímidos, estudiantes que se creen Robin Hood del conocimiento–, la literatura es también una industria, y los ladrones –románticos o no– son parte de una amenaza silenciosa.

¿Y tú qué opinas del robo de libros?

De acuerdo con las estadísticas más recientes del Módulo sobre Lectura del Inegi, México vive una paradoja luminosa y oscura. Leemos más: 6 de cada 10 personas mayores de 12 años abrieron al menos un libro en 2025, y los jóvenes se han colocado al frente de esa recuperación con un entusiasmo que no veíamos desde hace años.

Casi 9 de cada 10 leen con regularidad. El libro impreso sigue siendo un objeto de culto en un país que lo arrincona pero no lo suelta. Se compra, se busca, se hereda. Se cuida como un amuleto y también –muestran estas historias– se roba.


Porque el aumento en la lectura no vino acompañado de más librerías ni de bibliotecas fortalecidas. Los precios suben, los salarios no, los presupuestos públicos se debilitan y las librerías independientes sobreviven como especies en peligro. La infraestructura cultural no está creciendo al ritmo del deseo de leer.

Ese desequilibrio –más lectoras y lectores pero menos acceso material– es el caldo de cultivo perfecto para el bibliocléptómano moderno: no el ladrón profesional, sino el lector que cruza una línea moral y una línea de seguridad porque siente que un libro no debería costarle más que su hambre intelectual.

El hurto de libros revela desigualdades que persisten en el acceso a la lectura en México | Especial
El robo de libros revela desigualdades que persisten en el acceso a la lectura en México | Especial


El robo de libros no es sólo un acto individual: es un síntoma. Una grieta en el ecosistema del libro en México. En un país donde se lee más pero donde las barreras de acceso siguen siendo el muro invisible entre la curiosidad y la lectura, robar un libro se convierte en una respuesta extrema a una desigualdad cotidiana. Para algunos es una travesura romántica; para otros, un delito que afecta a quienes imprimen, editan, distribuyen y sostienen esta industria frágil.

Entre la épica del ladrón ilustrado y la ética del editor que paga inventarios completos, entre el estudiante que se siente Robin Hood y la librera que absorbe pérdidas hormiga, entre la pasión y la precariedad, aparece la pregunta que sostiene este reportaje:

¿Qué hacemos, como sociedad lectora, cuando el acceso al libro se vuelve un privilegio? ¿Robar libros no es un delito? ¿Robar libros es robar? La respuesta quizá diga menos sobre los libros… y más sobre nosotros mismos.


GSC/MMM


Google news logo
Síguenos en
Arnoldo Delgadillo
  • Arnoldo Delgadillo
  • Investigador social, periodista y escritor. Corresponsal de Milenio en Colima. Ha publicado en medios nacionales e internacionales.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Dominga es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/dominga
Dominga es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.
Más notas en: https://www.milenio.com/dominga