Miguel Covarrubias permanece vivo detrás de décadas de medias tintas, de devociones que apenas alcanzan a describir sus alcances morfológicos, su humor y su elegante virulencia. Sin propietario alguno del copyright biográfico o estilístico, su figura gravita sobre la cultura mexicana como un alma que no encuentra acomodo. Covarrubias, guste o no, es un personaje sumamente desconocido, del que un altísimo porcentaje de las ciento cincuenta mil personas que en mes y medio han visitado la muestra Miguel Covarrubias. Una mirada sin fronteras conocía muy poco o nada.

Para la elaboración de un entramado curatorial válido, tanto Anahí Luna como yo, responsables de la investigación, planeación, estructura y contenidos de la exposición, nos pareció necesario ser sensibles a la tipología de públicos que conformaría el corpus interlocutor de la muestra. Abriendo un arco extenso que atendiese diversos grados de interés, una parte fundamental de la propuesta se inclinó precisamente por ese público para el que Covarrubias era un nombre vago, uno de tantos desconocidos que pueblan el almanaque cultural, sin ser objeto de celebraciones parroquiales. El perfil pedagógico de la exposición no se cimienta en el rejuego egocéntrico de los curadores o del petit comité de fans, sino en un planteamiento que ha preferido la sobriedad y la fluidez al guiño entre los miembros del club. Tuvimos cuidado de que esa voluntad pedagógica, tan evidente como necesaria, no se topara con la vertiente apologética o el adoctrinamiento inculcado desde el trono del curador, tan común en el culto a las figuras saldadas por las academias y los vencedores de la historia. El carácter pedagógico, lejos de ser visto como una limitación, cumple un propósito deliberado, deseable, indeclinable. Tal vez en eso consiste parte de su eficacia y en buena medida, el éxito de la respuesta pública.
Entendimos a Covarrubias como un eje creativo capaz de trasladarnos a un mundo irreductible —el suyo— y compartir algunas de las pasiones estéticas de una época, al mismo tiempo que nos permitía participar de un cosmopolitismo inusual y nos invitaba a realizar una inmersión en esa suerte de contracorriente cultural que rechazaba la caída en el nacionalismo ramplón y delirante de buena parte de la Escuela Mexicana de Pintura. Uno de los aspectos clave de la muestra está en la presencia de obras que incorporan prácticamente todas las técnicas, instrumentos y materiales empleados por Covarrubias en su trabajo, para nada carente de vetas experimentales. No solo está en juego la habilidad manual del autor sino su aguda visión de un mundo cambiante del que es contemporáneo y parte activa. Cada una de las estaciones de la muestra tiene sentido a partir del desdoblamiento de un universo creativo múltiple, sin falsas audacias ni malabarismos curatoriales. La lectura de las cédulas de sala es recomendable como recurso para documentar y comprender las segmentaciones de la muestra, siempre interrelacionadas entre sí. El gouache, de manera privilegiada, así como la tinta, el carbón, la acuarela, el ducó y el óleo, se despliegan en trabajos en los que el diseño y los métodos de aplicación son fundamentales, formando la contundente respuesta relativa a la pertenencia del autor a una modernidad asumida radicalmente y con frecuencia poco entendida, un aspecto definitivo que encuentra en la industria editorial, y no en las galerías ni en el espacio de los dealers, su centro referencial. Sería deseable que los analistas registrasen este aspecto crucial para comprender la notable audacia del Chamaco.
Después de la exposición de 1987 en el Centro Cultural de Arte Contemporáneo, casi todas las pequeñas muestras sobre Covarrubias han carecido de una perspectiva que aspirase a revisar la integración de las distintas etapas de su obra, escamoteando la naturaleza pura y dura del polímata. Deben reconocerse las aportaciones de Adriana Williams, Olivier Debroise, Sylvia Navarrete y otros al conocimiento de nuestro autor. Esos trabajos los hemos entendido como peldaños de una búsqueda, nunca como puntos de llegada. La fortuna de un proyecto está en el tránsito de ideas que pone en movimiento y no en la esclerosis de quien cree saberlo todo.
El proyecto de Una mirada sin fronteras, iniciado en 2019, pudo sobreponerse a una pandemia, así como al endurecimiento de los protocolos de préstamo que después de la batalla contra el covid establecieron distintos organismos de Estados Unidos y México, lográndose reunir 453 obras, provenientes de 52 colecciones. La muestra está allí, viva, distante de la inercia del olvido y de la sumisión a la ortodoxia de lo ya dicho. Cabe preguntarse por qué durante casi cuatro décadas ninguna institución artística del gobierno mexicano, con sus directores y concilios de eruditos, fue capaz de organizar una muestra siquiera parecida a la que hoy alberga el Palacio de Iturbide ¿Cadáveres exquisitos?
AQ