Cultura
  • La derrota de los días | Fragmento de la novela de Mauricio Carrera

  • Libros

Portada de ‘La derrota de los días’, novela de Mauricio Carrera. (FCE)

Con autorización del autor, publicamos un fragmento de su novela recientemente publicada por el FCE, en la que se entrelazan la realidad y la ficción.

‘La derrota de los días’ combina ficción y realidad, en una narrativa en la que la aventura, el sosiego y la búsqueda de un destino son sus constantes. A la manera de una ‘bildungsroman’, la novela sigue a Joaquín Ríos, su protagonista, desde la filmación de la película El mexicano hasta sus andanzas en la guerra del Pacífico, su vida como hobo, el frío de Corea y el amor en Tijuana. Jack London y José Revueltas atestiguan ese periplo, lo mismo como personajes que como figuras tutelares que marcan el rumbo de la conciencia social, de la aventura y de la existencia al garete de sus alegrías e infortunios. El siguiente es un fragmento de esta novela que refrenda el oficio y la calidad de su autor.

     —Ofrezco trabajo. Y comida.

Su nombre era Liberty Wallace. Hablaba en voz baja y pausada. Así caminaba también, despacio, sin prisa. Parecía pedirle permiso al aire para hablar, al suelo para caminar, al mundo para vivir, a las mujeres para amarlas y a la cerveza para beberla. “Salud”, dijo sin decirlo, apenas con algo parecido a un tímido susurro. El mexicano había terminado de leer la frase: “¿Por qué me siento con la obligación de llevar el mundo a cuestas?”, escrita en una de las cartas de Pepe, cuando sintió la presencia de Wallace. Su olor. Apestaba a alcohol y a pescado. También a humo. “El Gran Espíritu debe oler así. Y a las praderas en verano, y a los arcos y las flechas de los ancianos, y al amor entre un hombre y una mujer cuando es limpio y verdadero”. Había algo de incomunicable en él. También de misterio. Y de sencillo. “Para entenderme tendrías que observar a los pájaros”, le escuchó murmurar días después, en alguno de sus recorridos de vigilancia. “No hay nada qué entender si no te conviertes, también, en un pájaro”. Su rostro de indígena íntegro estaba surcado de profundas arrugas. El cabello largo peinado hacia atrás y terminado en una cola de caballo, le remitió al universo femenino que había conocido en sus andanzas por el camino, con sus afeites y sus horas pasadas frente al espejo. Era robusto, a pesar de la edad, incierta, detenida en la frontera entre una juventud mal llevada y una senilidad que se aferraba al sosiego. Tenía malos dientes y la costumbre de sostener en la boca un cigarro liado por él mismo, mientras hablaba en sus acostumbrados susurros.

     —Necesito un hombre fuerte. Tal vez tú lo seas.

El mexicano aceptó el empleo. Lo hizo porque la paga era mejor que en el Pike Place Market. También, por mera curiosidad. “Watchman”, dijo Wallace, para de inmediato agregar: “Guardia mejillonero”. Su expresión era neutra, como si no esperara otra cosa que el rechazo. No sonaba a broma, tampoco a fraude o a vulgar asalto a la vuelta de la esquina. Aceptó, porque en la vida es bueno no estar comprometido con la rutina y estar dispuesto a cambiar lo mismo de peinado que de rumbo. Sellaron el trato con otra cerveza y un fuerte apretón de manos y se citaron al día siguiente frente al hotel Olympic, en Pioneer Square. Llovía. No podía ser de otra forma en esa ciudad. Wallace había estacionado su auto a un lado del tótem que adornaba la plaza. Apenas y se saludaron con un murmullo de cortesía y enfilaron por todo Alaskan Way hasta las orillas de la ciudad. El auto era viejo y descuidado. Olía lo mismo que a su dueño. Y a playa y a marismas. No estaba en la mejores condiciones. Esto fue notorio al tomar una vereda por el bosque. El auto sufrió al avanzar, dando tumbos o deslizándose sin control en la terracería estrecha, llena de hoyancos y por completo lodosa. Wallace manejaba con una lentitud desesperante, como si apenas hubiera aprendido a hacerlo o como si le pidiera permiso al camino para avanzar. Ninguno decía nada. El bosque espesó. Por aquí y por allá, algunos bancos de neblina. El mexicano sintió frío y se arrellanó en el asiento, con las manos metidas entre las piernas. Subieron y bajaron por entre colinas olorosas a coníferas y a tierra húmeda. De pronto se divisó el mar. Eso animó al muchacho, quien se desperezó y contempló la costa con gusto y sueños de explorador. Llegaron a un recodo formado por una playa entre dos grupos de formaciones rocosas. Había una cabaña con una ligera columna de humo en la chimenea. También un olor marino acre y fuerte. Y conchas. Montañas de conchas de mejillones desperdigadas hasta casi el límite con el bosque.

Estacionaron el auto y entraron a la cabaña. Wallace, tan silencioso como siempre, le mostró su lecho, un catre desvencijado cerca de una ventana. Comieron una clam chowder rica y espesa, que mitigó en algo el intenso frío que se avecinaba con la tarde. Le dio también un suéter y una chamarra de piel. Olían a sudor y a humo. No había electricidad. Al caer la noche encendió una vela. Le dijo:

—Mañana hablaremos de mejillones —y se durmió de inmediato.

El empleo era sencillo, en apariencia. Vigilar los mejillones cultivados por Wallace.

     —La vida es vértigo aún para quien no habla —fue lo primero que dijo esa mañana.

Hacía frío y la bruma apenas comenzaba a levantarse. El mexicano pensó que Wallace hablaba de sí mismo. A él le daba igual su silencio. Había aprendido de Nakata y de Joe Wheat que la falta de voz tenía que ver, no con un desplante ignorante o grosero, sino con una actitud ante la vida. No se detenían a definirla sino a vivirla. Prefería, en todo caso, lo esporádico de la palabra certera, las perlas de sabiduría, a la locuacidad vacía. Wallace se lo dijo al final del muelle. Se agachó a recoger una cuerda y la jaló para sacar algo del mar. Una cesta. Chorreaba agua cuando la depositó sobre los tablones calafateados. Abrió una especie de rejilla hecha de ramas y mostró un mejillón. Era enorme.

—El jefe Sealth se la dio a Salish, mi padre.

El mejillón tenía más de cien años de antigüedad. Ciento cincuenta y tres, para ser exactos. El mexicano contó una a una las líneas sobre la concha. Cada nuevo invierno dejaba una marca distintiva, al igual que los círculos en los troncos de los árboles. Wallace estaba, más que orgulloso, ligeramente conmovido, como quien muestra un objeto venerado por largo tiempo. El mejillón había nacido antes de la llegada del hombre blanco, cuando los suquamish poblaban esas tierras y eran libres como las briznas de paja al viento y como las hormigas y los azulejos. Cazaban osos y venados, le hacían la guerra a otras tribus, ahumaban salmón y comían mejillones de mar y agua dulce. Antes, los ríos estaban repletos de mejillones. También los rocosos o lodosos fondos marinos. En 1855, cuando los suquamish fueron enviados a una reservación en la península Kitsap, les fue prohibido llevar sus cuchillos y sus lanzas, así como sus arcos y sus flechas. Sus rifles fueron requisados por el ejército del gran padre blanco que los escoltó a su nuevo hogar, lejos y aislado de todo. Fue un invierno triste y en extremo nevado. Hubieran muerto de hambre a no ser por los mejillones. Sealth dio gracias al Gran Espíritu y ordenó el establecimiento de un santuario para la protección del molusco. “Cuando el último de nosotros haya perecido, y la memoria de mi tribu no se cuente más que en los mitos del hombre blanco, estas playas festejarán la continuidad de la vida entre los mejillones diseminados por doquier, como el infinito de las noches estrelladas, y se enlutarán con la presencia invisible de nuestro pueblo muerto”, dijo en uno más de sus célebres discursos. Le correspondió a Salish, uno de los mejores guerreros, ser el responsable de la vigilancia. El encargo no fue en absoluto de su agrado. Él quería hacer la guerra contra los blancos, que tanta miseria y deshonra habían causado a los suquamish. No entendía al jefe Sealth y su ánimo de reconciliación y de humillante derrota. Lo escuchaba decir con su aspecto de hombre que refleja todas las alegrías y todos los malestares: “Entiende, pereceremos, pero no tiene que ser ahora. Mi misión no es la de ver sembrado el bosque con nuestros cuerpos mutilados sino la de garantizar a los nuestros la dicha de unas cuantas lunas y amaneceres más”. Salish aceptó de mala gana. En el vocabulario de su pueblo no existía la palabra Jefe. Sin embargo, la más ligera palabra de Sealth era considerada ley, y no tuvo más remedio que someterse a su voluntad y sabiduría. Con el tiempo aplacó su rebeldía y se convirtió en un celoso guardián. De él Wallace aprendió a montar a caballo con destreza, a distinguir los distintos tipos de nieve, en especial donde se esconden las liebres o duermen los osos, y los ciclos de vida y los cuidados necesarios para la conservación y cultivo del mejillón. En una playa ancha como una ciudad, Salish hizo prosperar ostiones, almejas y mejillones para consumo de su pueblo. En el santuario escogido por el jefe Sealth, en un bello recodo desde donde podía admirarse el Mount Baker, jamás permitió que nada ni nadie perturbara la paz de las criaturas escogidas por el Gran Espíritu para salvarlos de la hambruna. Con excepción de los ancianos y las parejas enamoradas con sinceridad, a ninguno permitía, ya no se diga recolectarlos y comerlos, sino perturbarlos mediante el simple acto de nadar, pescar o surcar esas aguas en sus canoas. En 1866, cuando Sealth murió de una enfermedad de los riñones, Salish lloró y se ocultó en el bosque durante nueve noches. Cuando reapareció, llevaba en sus manos el mejillón que le había regalado el propio jefe de los suquamish. Era de buen tamaño y de una concha azulada y negra, reluciente. La mostró a su tribu como quien muestra un tesoro. No dijo nada porque todos entendieron: la vida humana es frágil y bella, también injusta y además corta. La de ese mejillón era apacible y larga, sin complicaciones. Los sobreviviría, de seguro. Una lección de vida y de humildad. El vértigo de la vida entre una concha y su voz inmortal, que era la del silencio. Cuando Liberty Wallace creció, Salish le hizo entrega del mejillón y le pidió continuar con ese legado, que era el de sobrevivir, el de la persistencia. La vida seguía sin ser fácil. En 1893 el gran jefe blanco volvió a faltar a su palabra. Permitió la llegada de nuevos colonos, que desplazaron a los suquamish a otra reservación, que era como una cárcel estéril y mínima en hectáreas. Los blancos se fueron apoderando de las tierras, del mar y de los ríos. Descubrieron el santuario y contemplaron las bondades de un próspero negocio. Ya lo había dicho el jefe Sealth: “Donde nosotros vemos árboles, ellos ven madera. Por eso su dios les hizo escribir sus palabras divinas en tablas de piedra y el nuestro en los abiertos y honestos corazones. No les importa nadie ni nada más que ellos mismos. Nos persiguen, nos acorralan. Sentimos su presencia como la del cazador detrás del oso y los venados”. El Invictor fondeó en el santuario y comenzó a profanar sus aguas. Salish mató a un oficial y dos marineros, y los mantuvo a raya por una semana, antes de que llegara la caballería y lo sometiera hasta matarlo. Wallace se enteró de esta muerte en la reservación. No lloró, ni siquiera abrigó odio porque la desaparición de su pueblo parecía inminente y triste, sin remedio. Los mejores guerreros habían caído abatidos por la viruela, los ancianos se iban sin lograr transmitir las tradiciones, y los demás se emborrachaban por la desolación de la orfandad y la derrota. Wallace mismo se dejó llevar por el alcohol. Tuvo mujer y ésta lo dejó al poco rato, por borracho; perdió empleo tras empleo y fue pateado y escupido en el rostro por desobligado y por su balbucear de alcohólico. Frecuentó Skid Road como si se tratara de una morada, la única que verdaderamente tenía. Al negársele el crédito en bares y burdeles, se mudó al Barbary Coast, la zona roja de San Francisco, donde empinó el codo entre piratas de ostras y escuchó historias de cazadores de focas y arponeros de ballenas. Se lió a golpes con un joven insolente, una rata de puerto, un fanfarrón de primera llamado Jack London, capitán de una balandra podrida y ridícula, la Razzle Dazzle. Fue acuchillado, tras una discusión absurda sobre la calidad de las aguas de la Bahía y las de Puget Sound, por Whisky Bob, un irlandés de mal talante y pelirrojo. Sobrevivió, no sin una penosa convalecencia en hospitales de caridad repletos de mugre y de chinches. Intentó el golpe de suerte en el Klondike, donde conoció a Malemute Kid, a Mason el peletero, y donde estuvo a punto de sucumbir ante el gran silencio blanco. Fue el momento del cambio. Tal vez fue el hambre, que le dolía, o tal vez la contemplación del impetuoso Yukón, lo que le devolvió la fe en el Gran Espíritu, creador de la aurora y del viento que cimbraba los árboles, de las mujeres buenas y de los sueños provocados por las estrellas. Tal vez. Lo cierto es que algo en su interior se resquebrajó y se modificó para siempre. Fue como un despertar de la larga noche del ártico. Un día lanzó un alarido que retumbó por entre el bosque y se golpeó el pecho, se cacheteó el rostro, se dijo que ya había tenido bastante. Habló con el Gran Espíritu y le agradeció haberlo hecho sobrevivir por entre el frío, la maldad de los hombres, la garra del oso, la pobreza de su corazón y la confusión de su mente. Cambió. Regresó a Seattle. Se le vio por Skid Road, si bien parecía otro, más medido, apacible. Recorrió a pie las montañas, dio con el lugar donde en otros tiempos se encontraba el santuario y encontró, en una grieta a cinco metros al oeste de un acantilado y a tres y medio de profundidad, un secreto sólo conocido por él y su padre, el añejo mejillón. Lloró esa vez, un llanto intenso y dolido, un llanto de viudo y huérfano, un llanto de perseguido y de pobre, atestiguado por una pareja de halcones marinos que volaban rasantes por aquellas aguas. En 1913 comenzó a trabajar para Masahide Yamashita, un japonés que lo mismo importaba madera que ostras. Fue el encargado de vigilar el cultivo más grande de mejillones del noroeste, ubicado en las aguas bajas de la nutritiva bahía Samish. Para 1921, cuando la voracidad del hombre blanco estipuló leyes para que ningún extranjero pudiera explotar los recursos de Puget Sound, Wallace quedó sin trabajo, no sin esperanzas. Pagó en efectivo, con dinero constante y sonante, la compra de una franja de costa cercana a un sitio conocido como Rock Point. A todos sorprendió. Algunos sospecharon que había encontrado en el Klondike el filón de oro y otros que había asaltado la Wells Fargo con una partida de renegados. El dinero era bueno y no hubo objeción. Desde esa fecha cultivaba el mejillón en esas aguas. Tres cuartas partes de la producción las regalaba a la reservación suquamish y la parte restante la vendía directamente a restaurantes y bares de Skid Road.

Faltaban dos meses para levantar la cosecha. El mejillón, si bien longevo, necesitaba menos de año y medio para alcanzar un tamaño apto para el comercio. Una época propicia para atraer saqueadores de ostras. Una pandilla de rufianes, provenientes de San Francisco, se dedicaba a esta actividad. Habían recibido lecciones de pillos tan distinguidos como Alec el Fuerte o Demetrios Contos. Su cabecilla era un tal Scratch Nelson, quien usaba un pañuelo amarillo anudado en la cabeza. Tenía fama de duro y de bueno para los golpes. Él mismo se había encargado de fomentar una reputación de malvado que lo precedía en los puertos del noroeste. Se le atribuían varias muertes, lo mismo producto de su sangre fría que de una sagacidad orientada a divertirse mediante cualquier clase de delito, incluido el asesinato. Durante una época se había dedicado a recorrer el mundo como marinero. Cuando se enroló en la Sophie Sutherland, una goleta de ochenta toneladas dedicada a la caza de focas, se encontró con dos literas vacías. Escogió la mejor pero sus compañeros insistieron que tomara la otra. Era parte de una superstición. Tres años atrás el ocupante original, Ah San, un coolie que había matado a cuchillo limpio a más de treinta hombres, incluidos los vigilantes de una prisión en Tahiti de la que había escapado, murió entre los estertores de una enfermedad desconocida. Fue echado al mar y bien pronto todo mundo se olvidó del chinago. Cada vez, sin embargo, que alguien dormía en su cama, éste moría al poco tiempo de manera accidental o violenta. A Scratch Nelson no le importó. Durmió en la litera a pierna suelta. Una noche despertó dando gritos. Comenzó a golpear a los marineros que encontraba a su paso en el dormitorio. Hay quien dice que hablaba en chino. Otros, que podían ver en su rostro descompuesto el del temible Ah San. Fue sometido y encerrado en las galeras por algunos días. Cuando fue liberado, todo mundo estuvo seguro de la transformación. El espíritu del chinago habitaba ese cuerpo. Como prueba irrefutable estaba el hecho de que Scratch Nelson comenzó a usar un pañuelo amarillo en la cabeza, tal y como lo usaba el maldito Ah San.

Liberty Wallace se alzaba de hombros, incrédulo.

También corría la versión de una enfermedad de la piel, que lo obligaba, por pena o por ayudar a la acción curativa de los ungüentos, a usar el tan conocido pañuelo amarillo. Verdad o mentira, lo cierto es que se había hecho de una sólida reputación como hombre de pelea y como ladrón de ostras.

El mexicano tenía, como tarea, evitar que cualquiera, con o sin las agallas de Pañuelo Amarillo, hiciera de las suyas y hurtara los mejillones.

Recibió de Wallace un impermeable de dos piezas de color amarillo, compuesto por pantalón y chaqueta, así como una pistola oxidada y un winchester viejo, de repetición.

     —Ahora —dijo—, a esperar.

AQ

Google news logo
Síguenos en
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.
Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto