Cultura

Mi pacto con Gustavo Sáinz

Adelanto

El arquitecto Antonio Balmori* recuerda en este texto su amistad y los proyectos que emprendió con el autor de ‘Gazapo’, a quien conoció cuando ambos eran estudiantes de la UNAM.

Yo estudiaba arquitectura y me iba con mis compañeros a tomarnos un café a la Facultad de Filosofía y Letras, donde conocí a Gustavo. Varios dibujábamos caricaturas. Llegó Sainz, nos vio dibujando y comentó que quería hacer varios tipos de revistas. Y que él intentaba hacer la historieta de un chamaquito. En mi grupo de amigos estaba Sergio Aragonés, que también estudiaba arquitectura y publicaba un cartón con las anécdotas de la semana; lo pegaba en el cancel principal. Sergio era buenísimo. Alto y bien parecido, español; catalogado en la enciclopedia de los cómics como el dibujante más rápido del mundo; además, ingenioso y anecdótico. Se hizo famoso en la revista MAD. Desde la prepa era muy amigo de Sainz. Aragonés lo defendía del bullying; los agresores le decían a Gustavo:

—Tus complejos de príncipe valiente no impresionan a nadie.

Luego empezamos a hacer las caricaturas que consolidamos con el señor Blanco, dueño de Hit, una revista instructiva de béisbol. Teníamos una oficina en la editorial. Íbamos a dejar las colaboraciones gráficas. Discutíamos los puntos de vista, argumentábamos. Éramos un consejo editorial de ilustradores formado por Aragonés, Héctor Ortega y Nacho Méndez, el músico. Después se incorporó Mauricio Herrera; ahora está en teatro y ha salido en telenovelas, también estudiaba arquitectura. Era un equipo de puros chavos y algunas niñas que ilustraban muy bien. Ellas hicieron la parodia de la Borola en la Edad Media narrada como si fuera El Mío Cid.

La revista de Gustavo se llamaba Mano, el título connotaba todos los significados de mano: cuate, amigo, mano…. La portada era una ingeniosa mano. Esa revista apareció como si fuese un programa de teatro. Se imprimió un número; Sainz lo menciona en su biografía. Pero no llegó a distribuirse. Nada más se editó un número completo; el otro, se quedó en la imprenta. La idea era burlarse de todo, parodiar… Los argumentos los escribían, principalmente, Gustavo y Héctor Ortega. Hicimos una parodia de “Los tres cochinitos” de Cri Cri, pero a la hora de sacar el registro nos lo negaron porque defendíamos a la marihuana: “Tres cochinitos se van de parranda, sus cadenitas todos llevarán. Y sus cigarritos de marihuana, dentro de un rato los tres fumarán…” —así iba la canción ilustrada por Aragonés y la versificación de Ortega.

Como en el periódico Cine Mundial mostraba a muchas gordas, parodiamos a una gordísima: “Gorda bomba-mente sensual, albondigona-mente pasión, sello-matica-mente tentadora”.

En fin, parodiábamos notas de los periódicos, revistas y productos. Hice un anuncio que no gustó mucho: “Brinde enemistad cordial con Pepsi”. Y los rebeldes sin causa van peleándose con botellas rotas de Pepsi Cola. También parodié el anuncio de las camisas Puritan. “Las camisas puritas”. “La camisa sierra maestra: modelito de Fidel Castro”. El otro anuncio era una camisa de fuerza. Como la revista Mano no se vendió, la ofrecíamos personalmente en Filosofía y Arquitectura.

Sainz ya había publicado artículos en revistas. Y fragmentos que después se convirtieron en Gazapo. Él y yo hicimos un pacto: “Antes de cumplir los 25 años ya habremos publicado o editado o edificado algo que valga la pena”.

A los 24 años Gustavo Sainz ya había escrito Gazapo. En 1966, yo acababa de cumplir 25, y ya había terminado una capilla para unos padres en Mixcoac. Cumplimos el trato.

Cuando Sainz estaba escribiendo, a veces me daba a leer sus cuartillas: “ A ver qué te parece”.

Intercambiábamos ideas. Sin ser literato, sé redactar bien y lo aconsejaba: “Esta palabra así no se escribe sino así…” Con firmeza, me respondía:

—No, no. La voy a poner como se pronuncia no como dicta la regla gramatical.

Gustavo nos honró poniendo en su novela los nombres de sus amigos. A mí me preguntó:

—Oye, ¿puedo usar tu nombre?

—Naturalmente. Porque no soy yo.

Algunas anécdotas de la novela son parecidas a las que vivimos. Como la vez que se nos hizo tarde y estábamos preocupados por el cuate al que su mamá le había prestado el coche. No dejaba de repetir:

—Se va a enojar mucho mi mamá. Ya es bien tarde. Me va a regañar.

—¡Ya sé! —propuso Nacho—. Yo me pongo tu chamarra, entro a la casa, tu mamá me ve… Se asombra. Me quito la chamarra y entras tú. Se va a reír…

Y así lo narra Gustavo en Gazapo.

En la novela escribió que la mamá de Balmori no sabía leer: “Cuando llegue su mamá le decimos que en la parroquia nos dieron globitos de La pequeña Lulú para colocarlos en la Última Cena, donde Pedro le dice a Marcos:

—¿Crees que te vas a acabar todo eso? —y la mamá de Balmori les ayudó a pegar los globos.

Pero mi mamá era una experta redactora, hacía poemas y tenía excelente ortografía. Aunque varios temas de la novela no tenían correlación con la realidad, los personajes tenían un origen real: Bulbo era Nacho Méndez. Jacobo era Jacobo. Después, Jacobo formó un conjunto musical con Nacho Méndez, otra chica y Mauricio Herrera. Un estilo como el de Los Platters.

Cuando a Sainz lo nombraron jefe de redacción de México en la Cultura, me llamó a colaborar con viñetas, pero nunca me dieron crédito. Eso enojó mucho a Sainz, tal como lo menciona en su autobiografía; le molestó que se hayan apropiado de mi trabajo. Todas las colaboraciones me las pagaba Novedades. Yo tenía una entrega semanal para ilustrar artículos, reseñas y portadas de libros con temas históricos, retratos de personajes y caricaturas.

Por ese tiempo, Gustavo estaba teniendo problemas con su papá, por lo que decidió independizarse y se fue a vivir a Río Poo, en la Cuauhtémoc, “la única colonia civilizada”, según Sainz. Ahí vivía mucha gente importante. Su departamento era pequeño; casi todo el espacio lo ocupaba el piano de Nacho Méndez. Y las paredes, los libreros de Gustavo. Como la biblioteca de Gustavo comenzó a crecer, se cambió a Río Nazas 77.

Gazapo fue un verdadero éxito. Se publicó en varios idiomas; la edición en italiano la hizo Mondadori; la de Estados Unidos, Farrar Straus; en francés, Pavillons. En los países latinoamericanos también se publicó. Gustavo me consiguió la versión en inglés.

Además de compartir el gusto por el dibujo, éramos fanáticos del cine. Íbamos a los cineclubs de la UNAM, nos manteníamos al día. Una vez fuimos a Acapulco porque acá no pasaban las películas de la Reseña Mundial de los Festivales Cinematográficos. En la primera Reseña —en el Auditorio Nacional, 1958—, Gustavo y yo todavía no nos conocíamos. La segunda Reseña fue en el Teatro Roble cuando trajeron la película Orfeo negro en 1959. Pero cuando proyectaron West Side Story nos fuimos a Acapulco: “No se va a pasar en México”, dijimos.

Ya estando en el puerto, nos íbamos con tiempo Nacho Méndez, Héctor Ortega, Mauricio Herrera, entre otros, para encontrar un buen lugar en las salas donde exhibían películas de la Reseña. West Side Story la vimos tres veces. Es una de las grandes películas del cine mundial. La volví a ver hace poco; pensé que había perdido algo de actualidad, pero sigue siendo una obra maestra: música, coreografía, dirección y la historia me parecen excelentes.

Todavía no se exhibían películas de la Reseña en el DF. Fue hasta la doceava Reseña que en el cine Robles, de la Ciudad de México, se vieron películas de los Festivales Cinematográficos: 21 películas sintetizaban las exhibiciones de las anteriores reseñas de Acapulco.

Gustavo se consiguió un empleo como supervisor en la subdirección de Cinematografía. El trabajo consistía en ver, mínimo, una película diaria, clasificar si era apta para niños o adultos, y presentar un reporte. Por mucho tiempo, yo lo acompañé a ver películas en 35 milímetros. Ahí había gente de todos los pelajes: Guadalupe Dueñas, Margarita López Portillo —supervisaba telenovelas—, [Luis] Reyes de la Maza y Marco Antonio Millán.

Los sábados, Gustavo y yo veíamos de tres a cuatro películas. Nos cooperábamos para darle una propina a los proyeccionistas.

Fue entonces cuando Marco Antonio Millán me ofreció una plaza en la dirección de Cinematografía. Entré a sustituir a Fernando Macotela, quien se iba de agregado cultural a Francia. Así, entré como jefe de supervisión, en el régimen de Luis Echeverría. En ese sexenio se propuso que la ley cinematográfica de los años 50 se hiciera realidad. El hermano del presidente, Rodolfo, era el director del Banco Cinematográfico, había sido líder de la ANDA y actor de supporting cast, financiaba películas, casi era el dueño de los Estudios Churubusco, y dijo:

—El Banco va a subsidiar el proyecto para construir la Cineteca Nacional en los terrenos de los Estudios Churubusco para ahorrar costos.

Yo vi los planos y les hice objeciones. Le pregunté a Mario Moya Palencia, Secretario de Gobernación, si me aceptaba en el proyecto: “Pues si es usted arquitecto y sabe cómo hacerlo, colabore, y les damos el reconocimiento a Martínez del Campo y a usted. En efecto, así fue. Adaptamos el casco que quedaba de los Estudios Churubusco. Los ingenieros de la ICA criticaron que el edificio no fuera simétrico. No lo era porque se aprovecharon las alturas, la biblioteca no era ortodoxa; los acervos estaban a la vista para tener al cine como objeto de estudio. Los investigadores solo tenían que subir la escalera y buscar los libros que quisieran.

Aprovechamos la estructura y pusimos 15 metros de altura, de piso a techo: “la catedral del cine”. Tuvo aceptación nacional e internacional. Se logró que ahí se llevara a cabo la reunión de la FIA —Federación Internacional de Actores y Filmes— que nunca se había realizado en Latinoamérica. Y se logró con la ayuda de Relaciones Exteriores. Todo un éxito. A los visitantes se les mostró la Cineteca: “Vean la biblioteca, las fichas, cómo almacenamos las películas”.

Y el representante belga comentó en francés: “Esto es pura llamarada de petate.” Pensé: Que la boca se le haga chicharrón.

La Cineteca se inauguró en 1974 y la quemaron en el último año del gobierno de José López Portillo. Se murmuró que el incendio fue intencional. Quién, por qué… Nunca se supo, pero hubo explosivos. Creo que los ocho años de su existencia funcionó bien.

Yo era el subdirector general de cinematografía y encargado de la Cineteca porque se hizo una segunda subdirección, adscrita a la Secretaría de Gobernación. La Dirección General de Cinematografía se encargaba de autorizar importaciones y exportaciones de películas, dar la autorización para su exhibición, evitar los monopolios; no se podía ser distribuidor y exhibidor a la vez. Y la subdirección tenía a su cargo la Cineteca Nacional. Se hizo el cine Regis, anexo al hotel que se cayó en el sismo del 85, como una sala de arte. Las películas que llegaban al país tenían que donar una copia; el cine nacional estaba obligado a dar lo mismo pero no lo hicieron y nunca los obligamos.

Hacíamos intercambio: “Nos dan la copia de Satiricón, — eran como 24 roles— y los dejamos que metan una película fuera de cuota”, porque teníamos cuotas para meter cine extranjero a México. Se aceptaban todos los filmes gringos porque el cine mexicano siempre va a Estados Unidos… pero de Italia, Francia, o cualquier otro país, solo podíamos obtener 20 o 24 películas al año. Estaba todo muy controlado, la mayoría la tenía United Artists; había muchos distribuidores independientes que compraban películas italianas y, si era una buena cinta, nos exigían una copia más. Y así es como fui al Festival de Cannes, encabezando a la delegación mexicana.

En una ocasión, Gustavo Sainz me propuso llevar a sus alumnos de Ciencias Políticas a la Cineteca. Accedí y los enviaba al Salón Rojo, que lo hice para grupos pequeños; cabían 120 personas. La sala Fernando de Fuentes era para 600 espectadores.

Como a Echeverría le gustaba López Velarde, por su iniciativa, se creó el patronato nacional para conmemorar el cincuentenario de la muerte del poeta. En 1971 se editó Calendario Ramón López Velarde, en 12 números y se publicó uno por mes, 768 páginas. El presidente honorario era Luis Echeverría; María del Carmen Millán, coordinadora. Alí Chumacero y Fedro Guillén, recopiladores. Y la edición estuvo a cargo de Huberto Batis, Sergio Galindo y Gustavo Sainz.

Gustavo coordinó la colección de libros SepSetentas: libros de ensayo e historia de México, poesía, cuento y cine. Él me facilitó tener casi toda la colección. De redactor pasó a ser director de la revista Claudia publicada por la editorial Abril, en sociedad con el periódico Novedades. También dirigió Caballero. Fundó la revista Eclipse… Era un editor muy inquieto, audaz; en varias publicaciones me pidió colaboraciones.

Siempre tuve amigos del mundo intelectual y artístico en mi Facultad. Pero mi vida hubiera sido totalmente distinta. Me hubiera entregado más a la arquitectura, aunque nunca dejé de dedicarme a ella; tenía mi despacho en Mixcoac. Después, en sociedad con un amigo, lo cambiamos a la calle de Londres en la colonia Juárez; conseguimos todo el séptimos piso, precio y lugar accesible, con elevador. Ahí inicié el proyecto de la Cineteca; lo terminé y nos cambiamos porque la renta seguía subiendo e hicimos un despacho en el patio de mi casa de Mixcoac, en Holbein. Ahorita está convertida en almacén de planos, libros y revistas. Ya puse mi letrero:

Si lees un libro o papel quieres consultar
lo debes acomodar,
puntualmente,
antes de irte a acostar,
en su estantería.
Pronto dirías:
Ah, chingaos,
ya se ve menos caos.
Pero no lo he puesto en práctica y todavía se ve tremendo caos.

La muerte de Gustavo fue una pérdida triste e irreparable. Nos morimos. Se murió Martín, se murió Merlín… Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir.


* El arquitecto Antonio Balmori Cinta falleció el 7 de agosto de 2017.

Este texto forma parte de un libro en preparación con testimonios sobre Gustavo Sainz, compilado y editado por Josefina Estrada.

AQ

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