La fuerza de la naturaleza azotó con intensidad a Huauchinango, un municipio enclavado en la Sierra Norte poblana que, por su riqueza cultural, gastronómica, arquitectónica y su fuerte arraigo a las raíces originarias, ganó la denominación de Pueblo Mágico en 2015, pero que hoy ve a muchas de sus colonias y comunidades en ruinas tras las afectaciones provocadas por la tormenta tropical Jerry.
Los deslaves no solo afectaron carreteras: las familias perdieron su patrimonio después de lluvias tan intensas que los pobladores solo atinan a compararlas con las de 1999.
Bardas caídas, patios llenos de lodo y árboles son lo que se puede percibir al primer vistazo; luego, los vecinos cuentan que no tienen energía eléctrica, no saben por dónde empezar la limpieza y están tratando de recuperar lo más posible de su patrimonio.
Además, enfrentan la incertidumbre de saber si podrán seguir viviendo en ese lugar, ya que las autoridades les han informado que habitan en una zona de riesgo y serán reubicados, aunque desconocen a dónde serán enviados.

A paso lento, Lucas Romero regresa a su casa para vigilar que la delincuencia no ingrese a su hogar, el domicilio que él mismo construyó y en la que tiene tanta fe que asegura no se derrumbará. Sin embargo, la autoridad le ha indicado que debe deshabitarla porque está en una zona de riesgo.
Cuando Lucas quiere hablar de sus vecinos, se le hace un nudo en la garganta, particularmente porque recuerda la última plática que tuvo con ellos, quienes murieron sepultados.
Recordó que llegaba de trabajar a su casa, en la calle Fortín, colonia Monterrey, en medio de la lluvia, cuando encontró a su vecino limpiando la canaleta y le recomendó que no se mojara. Subió a su casa y empezaba a preparar la cena para su hijo de 17 años cuando, del lado derecho e izquierdo de su vivienda, se desgajó el cerro.
Una casa de dos pisos quedó sepultada; en ella quedó atrapado el matrimonio compuesto por Lázaro y Celeste, quienes aún se encuentran en calidad de desaparecidos, mientras que sus hijos fueron trasladados a diferentes hospitales para recibir atención médica.
En la casa más cercana a la calle, una familia entera murió. Fueron identificados como Julio Cruz Moreno, de 40 años; su esposa, Evelia Salas Aguilar, de 41; y sus hijas, Adela, de 21; Esperanza, de 13; y Estefanía, de tres años.
“Cuando me asomé, no podía creer lo que pasó. Arrastrándome entre lodo y árboles caídos, salí del lugar. Antier, anteantier, no he parado de llorar, porque pobrecitas gentes. Recuerdo que pasé pa’rriba y me dijo: ‘Ya no te mojes, vecino’. Le respondí: ‘Como quiera, ya llegué’”, relató.
Además de que Lucas fue notificado de que no puede regresar a vivir a ese lugar, perdió 15 cerdos que criaba; algunas gallinas sobrevivieron y las alimenta, pero las lluvias le arrebataron todo su patrimonio.
“Me gana la tristeza, porque digo: ‘Dios mío, me dejas en la calle’”, lamentó.
En los últimos días se ha resguardado en un albergue, pero en cuanto amanece se regresa, pues teme que los delincuentes ingresen a su vivienda, pues no hay vigilancia.
Gregorio Cruz, propietario de una casa que renta a una familia, relató que la construyó hace más de 15 años y no recuerda una lluvia tan devastadora.
Tiene confianza en que la presencia de la presidenta Claudia Sheinbaum; del gobernador Alejandro Armenta; y de los diputados de la región sirva para que lleguen los apoyos necesarios para reconstruir sus hogares.

Del rugido al silencio
La tierra avisó, pero nadie la escuchó. Primero fueron las grietas, luego el rugido y, al final, el silencio. En cuestión de segundos, el cerro se vino abajo y, con él, muchas vidas cambiaron para siempre.
Eran poco después de las cuatro de la tarde cuando Minerva Márquez notó que algo no estaba bien. El cerro sobre la colonia Nuevo Monterrey comenzaba a abrirse.
“Les dije que ya no estábamos seguros, que esto iba a avanzar. Me puse las botas, subí a la parte de arriba y vi que estaba agrietado. Bajé gritando que esto iba a colapsar, que nos fuéramos; pocos alcanzaron a hacerlo”, lamenta.
Al igual que Lucas Romero, Minerva también recuerda a Julio Cruz, su esposa Evelia y las tres hijas que procrearon, quienes apenas cuatro meses antes habían estrenado su vivienda. Él, albañil; ella, ama de casa.
“Eran muy humildes, los vi crecer desde niños”, dice Minerva. “Un padre de familia excelente, muy trabajador. Cuatro meses de estrenar su casa y mire cómo terminó todo.”
A las siete y media de la noche, Patricia Sevilla viajaba en la misma micro que la familia Cruz Salas.
“Habían llevado a su hija al dentista, traían pan, pasaron a traer de comer, y cuando llegamos yo vi cómo entraron a su casa, y cuando se vino, las casas se fueron con ellos.”
Nadie volvió a verlos con vida. Los binomios caninos de la Marina trabajaron este lunes entre lodo, ramas y escombros para encontrar sus cuerpos. Son parte de las 13 víctimas mortales que dejaron los remanentes de las tormentas Jerry y Raymond en Puebla.
La pareja que volvió a nacer
A unos metros de la casa de los Cruz Salas, otra historia se escribió con final distinto.
Esa noche, el rugido del cerro sorprendió a Marisela Reyes y a su madre cuando el agua ya cubría el zaguán.
“Ya estaba el agua muy fuerte, eran como diez para las nueve”, relata. “Metí la llave al candado para abrir y escuché un ruido muy fuerte, como una bomba. Cuando volteo, veo cómo el carro se está yendo.”
Su esposo, Efraín Alonso Laurel, estaba en otro punto del pueblo. Las lluvias habían incomunicado la zona.
“Lamentablemente, el viernes como a las nueve fue todo el desastre (...) Mi esposa estaba con mi suegra en la casa, pero con la bendición de Dios pudieron salir. Pasaron sobre el fango, pero con vida.”
Marisela apenas puede creerlo al recordar: “Hasta el día siguiente que volvimos me di cuenta de que debajo de mis pies había troncos, ramas, pedazos de pared. No me percaté de nada. Es un milagro que me haya salvado. Primero estuve a punto de irme con el carro.”

Hoy, su casa quedó inservible. Donde antes había una sala y una cocina integral, solo hay piedras y fragmentos de muro. “Todo se fue, todo se perdió.”
Por ahora viven con familiares y esperan apoyo gubernamental.
“Depende de las autoridades qué apoyo nos brinden”, dice Efraín. Pero, más allá de los trámites, ambos saben que recibieron algo que no se reconstruye y que es la oportunidad de seguir vivos.
“Reconozco la humanidad de la gente de Huauchinango”, agrega. “Cuando hay tormentas o desgracias, siempre hay apoyo.”
Entre el lodo y la esperanza
Con la tormenta ya disipándose, la Sierra Norte intenta ponerse de pie. Entre el olor a humedad y los muros caídos, Ignacio Cruz Martínez busca rescatar lo poco que quedó de la casa de su tía.
—¿Ustedes ya recibieron apoyo del gobierno?—
—No, nada de eso. Según que ya están en eso, están queriendo que uno saque fotos donde uno vive para que le puedan dar apoyo—.
A unos pasos, brigadas con palas y retroexcavadoras abren las alcantarillas para que el agua retome su cauce.
“Estamos abriendo la alcantarilla para que el agua pase y no se vaya por la cuneta. De hecho, trabajamos en conservación, pero como ahorita, por el desastre, pues nos mandaron a hacer igual esto”, explica Juan Téllez, uno de los trabajadores.
La comunidad del Ahuacatal, también devastada, intenta recuperar la calma. Pero la reconstrucción será lenta, pues el terreno quedó inestable, el miedo persiste y los recuerdos pesan más que las paredes derrumbadas.
Nadie lo dice abiertamente, pero la Sierra Norte ya ha pasado por esto por lo menos en dos ocasiones durante la última década.
En 2016, la tormenta Earl dejó casi treinta muertos en Tlaola y Huauchinango. Nueve años después, la historia se repite.
Para muchos, los cerros no se desgajan por azar, sino por omisión.
