DOMINGA.– Comer dejó de ser un placer. Poco a poco modificó su dieta: primero eliminó las grasas; siguió el pan, el arroz y hasta la fruta. Con el tiempo empezó a saltarse comidas completas. Cuando no podía controlar lo que preparaban en casa, hacía ejercicio en secreto durante las noches. Le daban miedo las calorías, la grasa, el descontrol. Una simple rebanada de pastel de chocolate le podía provocar taquicardia. Era como estar frente a una amenaza.
Fátima no podía pensar en si tenía ganas de pastel, sino en cómo podría compensarlo con ejercicio si lo comía. A sus 17 años estaba por terminar la prepa y se perfilaba como una nadadora de alto rendimiento. A los ojos de cualquiera, era una chica disciplinada y sana. Pero nadie imaginaba que desde hacía tiempo evitaba mirarse al espejo. Sentía que su vientre no estaba tan plano como “debía verse”.
Así que, a medida que bajaba de peso, llegaron los comentarios de sus amigas: “¡qué bien te ves!, Fátima”, “¡qué abdomen tan plano!”, “¡qué padre!”. Pero ella los recibía con una mezcla de validación y miedo. “Como niña adolescente, muchas tenemos nuestra percepción del cuerpo ideal que queremos”, dice.
Pero ¿de dónde viene esa percepción? Su ansiedad no venía sólo del espejo, también del celular y el algoritmo de las redes sociales. Imágenes de cuerpos perfectos, videos de rutinas extremas, planes de ayuno, platillos medidos al milímetro que lucen aesthetic. Influencers que dicen tener la solución en reels virales.
Jóvenes y adolescentes hacen consultas a ChatGPT, piden que les haga una dieta poniendo las calorías que quieren consumir. Y comparan su cuerpo con el que produce la Inteligencia Artificial (IA). Es el contenido al que tiene acceso la Gen Z.
Fátima bajó más de diez kilos en mes y medio, hasta que se hizo evidente que algo le ocurría. Lo que inició como una búsqueda de bienestar se volvió una jaula. Y frente al espejo, ella aún se veía “redonda”. Sus papás empezaron a notarlo, mentía para tranquilizarlos, hasta que fue insostenible. La internaron en un hospital cuando su corazón marcaba 38 pulsaciones por minuto. El diagnóstico: anorexia nerviosa.
Excesiva preocupación por el cuerpo y el peso entre la Gen Z
La exigencia estética no es nueva. Antes los mensajes del cuerpo ideal llegaban por televisión o revistas, ahora están en el celular. En este entorno digital, la relación con el cuerpo se vuelve frágil y vulnerable.
Fátima deslizaba el dedo por la pantalla: videos de cuerpos delgados, planes de ayuno, videos de what I eat in a day, rutinas extremas. Su algoritmo estaba lleno de eso. “Las redes sociales te dicen: ‘este es el cuerpo’. Y ese cuerpo es planísimo, flaquísimo”, recuerda. “No te pones a pensar que cada uno tenemos una complexión o un metabolismo diferente”.
Los trastornos de la conducta alimentaria (TCA) son enfermedades complejas, muchas veces silenciosas. Aunque suelen asociarse a la delgadez extrema o los vómitos, adoptan formas más diversas, como las dietas restrictivas, los atracones a escondidas, el uso de laxantes y el ejercicio extremo.
“En los jóvenes ha aumentado enormemente la preocupación por el cuerpo, la comida, el peso y la figura”, dice Armando Barriguete, psiquiatra y director de la Clínica Ángeles TCA que comenzó hace 25 años y atiende a unos 100 jóvenes cada año, mujeres en su mayoría. Se calcula que los hombres representan 7.4% de los casos. “La presión social sobre el cuerpo de las mujeres aún pesa más que en los hombres”, agrega Barriguete, quien además es investigador y psicoanalista, con experiencia en el tema desde 1986.
Para entender cómo llegamos a este punto hay que explorar diagnósticos, las tendencias en las redes sociales, los hábitos culturales y los esfuerzos por contener una problemática que sigue creciendo.
Cuando comer se vuelve un asunto de sumas y restas
Coni nunca pensó que tuviera un trastorno alimenticio. Sabía demasiado del tema como para admitirlo. “Me dedicaba a informarme y decía: no, eso no me pasa.” Pero en octubre de 2022 lo dijo por primera vez: algo no está bien.
Tenía 22 años, daba clases de entrenamiento funcional, estudiaba Ingeniería Industrial y corría 15 kilómetros cuatro veces por semana. Cuando un coach le sugirió bajar de peso, ella no lo tomó mal. Acudió con una nutrióloga y lo hizo de manera responsable, sin bajar de más de lo que debía. “Sabía que si le exigía mucho a mi cuerpo, tenía que nutrirlo”.
Todo cambió después de la pandemia. Sintió que ya no bajaba de peso tan fácilmente y sus reglas se endurecieron: el pan era un exceso, el jugo de naranja, ni hablar: azúcar pura. Si comía pasta, corría 18 kilómetros al día siguiente. Las grasas comenzaron a provocarle ansiedad, así que empezó a cocinarse ella misma para controlar cuánto aceite usaba en cada plato.
Comer se volvió una ecuación en la que cada gramo extra se paga con ejercicio. Aunque Coni mantenía su imagen, cumplía en la escuela y el trabajo, vivía atrapada entre cálculos y compensaciones. El diagnóstico fue anorexia nerviosa atípica, el mismo cuadro clínico de Fátima pero sin la pérdida de peso extrema.
Aunque la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (Ensanut) 2022 habla de 6.6% de jóvenes con conductas alimentarias de riesgo, la realidad podría ser mucho más alarmante. Según información de la Secretaría de Salud de 2023, uno de cada cuatro adolescentes vive con algún grado de trastorno de la alimentación. La distancia entre las cifras y lo que se ve en las clínicas revela un subregistro.
Especialistas coinciden en un aumento de casos, los síntomas se mezclaron y las edades de inicio bajaron. Según cifras de la Clínica Ángeles TCA, hasta 2019 atendían a 80 nuevas pacientes al año. En la pandemia se disparan a 150 y actualmente 100 al año. Barriguete dice que el aislamiento alteró ritmos familiares y sociales, agravó la ansiedad y la depresión. “Se perdieron estructuras, horarios, rutinas. Muchos jóvenes pasaron a vivir conectados a un entorno digital que no educa, sino que comercializa.”
¿Cómo saber si tengo un trastorno alimenticio?
Entre los trastornos que llegan a la Clínica Ángeles TCA, el más conocido es la anorexia nerviosa que implica restricción alimentaria y una baja de peso severa; después la bulimia nerviosa que incluye atracones seguidos de conductas compensatorias (vómito, laxantes o ejercicio extremo); y el trastorno por atracón, considerado desde el año 2013, una ingesta compulsiva sin purga, acompañada de culpa y descontrol. También hay trastornos no especificados, que no cumplen todos los criterios de diagnóstico, pero hay obsesión con el peso y alteraciones en la alimentación ocasionales.
Ana Pérez, con 25 años de experiencia como psicoterapeuta de la Clínica Ángeles TCA, dice que hay un aumento en los trastornos que se caracterizan por la impulsividad, es decir, la bulimia y los atracones. Además se presentan otras conductas impulsivas que ponen en riesgo a las jóvenes: “vemos más casos de autolesiones, consumo de sustancias y alcohol. Los cuadros se han vuelto más complejos”.
Cuando se cruza la línea y la relación con la comida deja de ser flexible y pasa a dominar la vida cotidiana, se convierte en trastorno.
Empiezan con una pastilla, una rutina, la dieta de moda
Laura solía ir al cine sola. No lo hacía por la película, sino por la oscuridad. Ahí, lejos de las miradas, podía pedir dos órdenes de nachos, una Coca-Cola gigante, palomitas con extra mantequilla y un chocolate. A veces también pasaba por papas fritas de regreso a casa. Comía rápido, en silencio, sin mirar la pantalla. No era hambre: era angustia y una forma de no sentir.
Comer se volvía un alivio momentáneo. Durante esos minutos no había estrés laboral, ni presión familiar, ni recuerdos incómodos. Sólo la sensación de llenarse, seguida de culpa. Lo que había comenzado como una forma de consolarse terminaba siendo una nueva razón para castigarse.
A los 40 años decidió ir a una clínica especializada y supo que tenía bulimia nerviosa. Vivía con eso desde los 11, contaba calorías y porciones desde entonces, y tenía atracones. Luego sentía culpa y tomaba laxantes en secreto.
Tenía una deficiencia hormonal que hacía lento su metabolismo. En su familia, la delgadez era un valor que ella luchaba a cuestas por alcanzar. Cualquier conversación que tenía podía derivar en consejos de cómo bajar de peso: una pastilla, una rutina, la dieta de moda. El rechazo a su cuerpo la llevaba a tener atracones seguidos de dietas estrictas y laxantes.
“La preocupación a subir de peso es enorme en muchas jóvenes; las dietas son el factor disruptor más grande hacia un trastorno de la alimentación”, advierte Barriguete. A veces basta con seguir una rutina en TikTok, preguntarle a ChatGPT o ir al nutriólogo. Comer menos se presenta como autocuidado: reducir porciones, contar calorías, evitar carbohidratos.
Ana Pérez señala que el problema con la IA es que comparan sus cuerpos con los que no son reales y aumenta la insatisfacción corporal. “El ChatGPT lo usan como guía para perder peso, por ejemplo, siendo que no es un especialista para saber si estás en riesgo o no. De hecho si al chat le pides que te haga un plan de alimentación con las calorías que tú quieras, lo hace”.
En consulta ya no se habla de hacer dieta. “Dicen que quieren comer healthy, comer ‘más limpio’ o ponerse fit. Pero la intención es la misma: controlar el cuerpo”. El paso de la restricción al trastorno es silencioso. Cuando ese control “saludable” se vuelve obsesión, el cuerpo se convierte en campo de batalla.
“Al restringir la alimentación, te da hambre. Si te da hambre, tu cuerpo quiere comer”, dice Claudia Unikel, terapeuta familiar en la Clínica de la Conducta Alimentaria del Instituto de Psiquiatría. Y cuando el hambre llega al límite, puede desencadenar atracones: comer más cantidad, más rápido y con más impulsividad.
Pero los efectos no son únicamente físicos. Cuando se come muy poco durante un periodo sostenido, el cerebro se desnutre. Y al hacerlo, deja de producir sustancias que regulan el estrés, la tristeza y la ansiedad.
En la adolescencia, cuando el cuerpo cambia y las emociones se desbordan, comer o dejar de comer se vuelve una vía para manejar ese malestar; sobre todo si hay críticas hacia el cuerpo, perfeccionismo o baja autoestima o si se vive algún cambio externo: de escuela, de casa, el divorcio de los padres, etcétera. “Aumentan más la restricción o intensifican el comer de manera desordenada, y allí es donde puede empezar el trastorno”, explica Barriguete.
El cuerpo ideal está a un clic de distancia
La presión estética no había sido tan constante. Hoy el cuerpo ideal está a un scroll de distancia en el celular. Cada like reafirma una idea: que el cuerpo propio no es suficiente. “Si tú estás todo el tiempo viendo cuerpos, el algoritmo lo único que hace es eso: reforzar, reforzar, reforzar”, advierte Ana Pérez.
El ideal de belleza ya no es sólo delgadez, también es definición muscular, abdomen plano y piel perfecta. Cuerpos que no responden a rutinas extremas y que no representan la realidad local, en un país en el que 70% de su población padece de sobrepeso y obesidad. Según la especialista Pérez, esos ideales estéticos generan un choque intercultural y refuerzan la insatisfacción.
“Los jóvenes que están en desarrollo y formando su identidad, pues es lo que persiguen”, explica Unikel. “No tienen la capacidad de discernir si esos cuerpos [que ven en redes sociales] son reales o no, si deben hacerles caso o no”.
Esa presión externa se mezcla con lo que viven en casa. La fobia al peso muchas veces se aprende en la familia: en los comentarios de “qué bien te ves, ya bajaste”, en la mamá que come light, en la báscula del baño, en el papá que elogia a la prima porque “por fin bajó de peso ”. “Los padres quieren ayudar pero a veces transmiten su propia ansiedad corporal”, advierte Unikel.
La madre de Laura era muy bella, delgada, siempre impecable, muy ocupada, profesional y siempre a dieta. “Había que hacer todo bien, sacar las mejores notas, ser ordenada, tener amigas correctas, vestirse sin errores”, comenta Laura. Dice que la voz crítica que se instaló en su cabeza y le decía “estás gorda” venía de su mamá.
Fátima también lo vivió. No eran juicios directos pero sí comparaciones silenciosas. “Mis primos comían el doble que yo y eran el doble de flacos. Yo no entendía por qué”, dice. Esas dudas crecían frente al espejo.
Un modelo para tratar los trastornos alimenticios
Laura solía evitar eventos sociales. No era por falta de ganas, sino por miedo a no saber qué ponerse. Miedo a exponerse. “Antes evitaba ir a sitios por sentirme incómoda conmigo misma y entonces no me quería exponer a ese sentimiento y no iba”. Pero el día de la primera comunión de su sobrina no pudo decir que no. Era la madrina. Tenía que estar. Ese día se compró un vestido distinto: “escotado, con los brazos afuera, rosado, corto… algo que no uso”. Y así llegó a la primera comunión aunque no estuviera cómoda.
Ese tipo de ejercicios fueron parte de su terapia. Salir de un trastorno alimentario no es sólo volver a comer, dejar los vómitos o subir de peso. Es reconstruirse: entender qué duele, por qué duele y cómo se ha usado la comida para anestesiarlo. Y eso, dicen los expertos, no se resuelve con fuerza de voluntad.
Para Laura, lo más difícil no fue dejar de contar calorías ni abandonar los laxantes, sino enfrentarse consigo misma. “La parte más difícil fue la psicológica”, cuenta. “Ir descubriendo cuáles eran las causas de mi problema y permitirme sentir”.
El tratamiento que ha probado efectividad, dicen los expertos consultados por DOMINGA, es el multidisciplinario que integra nutrición, psicoterapia, atención médica y acompañamiento familiar.
Desde hace más de dos décadas, el psiquiatra Barriguete ha desarrollado un modelo para tratar los trastornos que combina herramientas clínicas, emocionales y familiares. Con éste fundó en 1986 la primera clínica de TCA en México, en el Instituto Nacional de Nutrición, que aún funciona. Ayudó a fundar también la de Psiquiatría. Y ahora lo implementa en la Clínica Ángeles.
El modelo incluye la aplicación de 18 cuestionarios, entrevistas personales y familiares, y una valoración completa del estado físico, emocional y nutricional del paciente. “Lo que interesa es entender qué hay debajo de la conducta. Muchas veces hay ansiedad, depresión, impulsividad, dificultad para identificar emociones o falta de motivación para cambiar”.
Miden el metabolismo, la composición corporal y la actividad cardiovascular; analizan qué come el paciente y cómo lo procesa su cuerpo. “Necesitamos entender al cuerpo pero también al cerebro y la emoción”, dice el experto. Involucra a la familia porque el trastorno “sucede siempre en la figura más sensible del sistema familiar. Y la familia siempre es este espacio de resonancia de lo personal”, agrega.
Claudia Unikel, que también sigue ese modelo, advierte otro riesgo: los pseudoexpertos. “[Las pacientes] tienen que recibir la atención de un médico psiquiatra especialista, un nutriólogo especialista y un psicólogo especialista en trastornos alimentarios”. No es cosa menor si se considera una enfermedad psiquiátrica que tiene desenlaces fatales cuando no es tratada a tiempo.
A veces son los padres, bien intencionados pero sobreinformados, los que entorpecen el tratamiento. Reducen las porciones que indica la nutrióloga porque les parecen excesivas, o rechazan el uso de medicamentos psiquiátricos por miedo a que sus hijos se vuelvan dependientes. “Se les olvida que su hija está desnutrida, que su cerebro no está produciendo ciertos neurotransmisores”, dice Barriguete.
Salir de un trastorno alimentario es factible pero no es un proceso que se viva en solitario o se logre nomás con echarle ganas, depende de buscar ayuda y tener el acompañamiento adecuado.
Agradecemos al equipo de médicos de la Clínica Ángeles TCA y a sus pacientes por su colaboración en la realización de este reportaje.
GSC