El pasado 22 de mayo se abrió al público la exposición “Ni de aquí ni de allá”, de Calixto Ramírez, en la Fototeca del Centro de las Artes. Aclaro de inmediato que a pesar de que la exposición se lleva a cabo en este lugar no trata de fotografías o videos, la propuesta, la obra no son estos medios, su naturaleza y/o características, a pesar de que es el resultado de su uso lo que vemos en la muestra. El quehacer del señor Ramírez es el de un productor conceptual que se vale, se apoya, en la fotografía y el video a fin de documentar, registrar, testimoniar los actos –performances– que ejecuta o desarrolla en espacios y tiempos de los que no tendríamos noticia a no ser porque han quedado atrapados, encapsulados, en estos medios.
No soy quién para hablar del trabajo de este productor, a pesar de que me parece serio, consistente y de un desgaste físico considerable. Lo que sí puedo ver en su exhibición es un excelente pretexto para hablar de cómo la fotografía y el video se fueron “colando” al exclusivo mundo del arte y sus cerrados circuitos de mercado.
A pesar de lo que se ha dicho y de críticos tan severos como Charles Baudelaire, la fotografía siempre ha tenido un nicho de mercado y representantes sobresalientes, que por su trabajo se distinguían del operador común. Y aunque no se les llamara o considerara artistas, sus fotografías era bien apreciadas y compradas (piensen en un Stieglitz, por ejemplo, o en un Cecil Beaton o incluso en un Martín Chambi, ya conocidos y apreciados antes de los años 70 del siglo pasado, por no hablar de los Cartier-Bresson, Robert Frank o Helmut Newton). Que se tratara de un círculo muy especializado e infinitamente menor al de la pintura hizo que todos pensaran y sigamos pensando que la fotografía no tenía acomodo en el mundo del Arte, así con A mayúscula.
Allá por esos años del siglo pasado –los 70–, las artes visuales empezaron a sufrir una serie de cambios que llevaron, entre otras cosas, a la exploración y práctica de formas de expresión y comunicación que muy poco tenía que ver con el detenido –en ese momento– arte de la pintura. Aparecieron entonces obras que tenían más que ver con el momento y espacio performáticos, que con la obra en sí misma. Pensemos en los happenings, pero también en el Land-Art, las instalaciones e intervenciones, obras que no sabríamos de ellas a no ser que fueron registradas por la fotografía o el video. ¿Qué sería del “Salto al Vacío” de Yves Klein del 60 sin la fotografía? Y la pregunta va en doble sentido, no solo porque la caída quedó inmortalizada en la única manera que sería posible, es decir, por una fotografía, sino porque además sabemos que gracias a un truco fotográfico “desapareció” el grupo que estaba esperándolo para amortiguar su llegada a tierra.
Actos como este hicieron revalorar el papel testimonial de la fotografía y a aceptarla como si fuera el performance mismo, mejor dicho, como si la fuerza de éste quedara contenida, fijada, en la imagen de la fotografía. Esto más el uso que le empezaron a dar gente como Andy Warhol, Robert Rauschenberg, Richard Hamilton, entre otros tantos factores, terminaron por configurar una nueva mirada para la fotografía, una que la entendiera, también, como expresión artística.
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