De esto hace 14 años. Uno de esos jueves de póquer en los que descubrí que padecía de una debilidad ludópata. Puros hombres alrededor de una mesa donde yo era el único joto. Destapábamos las dos primeras cartas a mitad de una ronda. En la ebriedad de los Bacardí con Coca-Cola a uno se le ocurrió una idea: si tuviéramos que ponerles nombre o apodo a nuestros penes, ¿cuál sería? Aquello fueron escopetazos de ingeniosas vulgaridades dignas de la ética de Polo Polo y cierta closetera fascinación por el falo ajeno como las entrelíneas de Otto Weininger, el desdichado filósofo austriaco. Lo cual me lleva a pensar que el homoerotismo es un peligroso acicate para la testosterona. Y sobre todo la mexicana. Aquella inesperada discusión sirvió para relajar las facciones. Parte de la estrategia del póquer es la contención de las emociones a fin de que los otros jugadores no adivinen tu suerte y sean más precavidos al momento de apostar. Razón por la cual los contendientes suelen llevar gafas oscuras.
Desde luego y por respeto a este espacio no voy a revelar la denominación que le puse a mi aparato reproductor. Para efectos de esta columna, mencionaré tan sólo una letra, J “n”.
Poco después de aquella surrealista partida, un par de orgías y la visita a mi sauna favorito, J “n” amaneció con tremendo grano blancuzco en medio del punto más álgido. En una época de antibióticos, antirretrovirales y el uso de estos en pre-exposición no habría nada que temer. En aquellos días empezaban a circular los primeros resultados del PReP como método para contener la propagación del VIH. Por supuesto no faltó quién tildara ese avance de un premio a la promiscuidad y el libertinaje entre hombres. Como sea, el shock visual de ver un grano que parece el huevecillo de un asqueroso insecto retorciéndose y respirando por cuenta propia es suficiente para caer en un ataque de pánico. Antes de sacar cita con el médico le hablé a un buen amigo para mantener la cordura. Apenas le conté mi tragedia, su respuesta fue una lluvia de carcajadas: “¿Y por eso estás meándote en los calzones? La primera sífilis es prácticamente un rito de iniciación gay”.
Nietzsche decía que sin crueldad no hay fiesta y los gays los aprendemos a la mala. Sin la crueldad de las ITS no hay fiesta homosexual, ni conciencia sobre nuestros riesgos voluntarios.
Hubo algo peor que la molestia en el prepucio de J “n”: un doctor persignado. Para mi desgracia, el que solía ser mi doctor de cabecera, cuyas consultas eran como charla de cantina sin prejuicios, se encontraba de vacaciones. Antes que prescribirme cualquier medicina, el reemplazo me recetó un sermón moralizante sobre las ventajas del condón, la monogamia y la abstinencia sexual en ese orden de importancia, mediante la culpa que debería sentir por andarle haciendo a eso de la putería. No tuve paciencia. El jodido grano empezaba a doler. Le dije que se metiera sus consejos santurrones por el culo. Su trabajo era recetarme cualquier cosa que aliviara mi padecimiento, que un favor no me estaba haciendo. Tampoco es que fuera gratis. Quince años después del incidente con J “n” leo que un homosexual, deconstruido y descabezado, se ha apresurado a asegurar en su muro de Facebook que un innovador sex club de tendencia gay ubicado en el Eje Lázaro Cárdenas de la Ciudad de México es el causante de la propagación del Mpox (antes denominado Viruela del Mono). Utilizando los mismos argumentos de aquel doctor que me quiso recetar moralejas. Agregó que de nada servía ganar de derechos si continuábamos ejerciendo la promiscuidad con total irresponsabilidad.
Hoy más que nunca los homosexuales debemos estar muy atentos para que todos nuestros derechos ganados no sean usados en contra. El matrimonio igualitario, la adopción homoparental, el fractal de identidades, a menudo son usados como escapularios que inducen a avergonzarnos de nuestra promiscuidad limítrofe. No hay gran diferencia entre los católicos y los posmodernistas que condenan el placer falocéntrico. Ya sea unos por pecado y otros por opresión, la criminalización del sexo entre hombres que, entre otras cosas, malinterpreta las posibilidades de exigir un ajuste de derechos, como el acceso a las dos dosis de Mpox que en México sigue sin ser una realidad y sigue cobrando víctimas mortales. Juzgar la salud sexual de gays desde el interior del colectivo entorpece el diseño de políticas públicas.
Por supuesto sabía y sé de los riesgos que implica rendirse al deseo lascivo con otros hombres. El estado primitivo de la homosexualidad tras el desdoblamiento de las identidades. Tanto como el impulso y riesgo de apostar en determinados momentos en una ronda de póquer. Pero a diferencia del juego de cartas, perder no es una sentencia de muerte gracias a los tratamientos farmacéuticos.
Los primeros e incendiados debates alrededor del VIH/sida se dieron al interior de saunas y sex clubs –como el que hoy es acusado de ser foco de Mpox– donde se practicaban sexo casual, anónimo, promiscuo, libertino. Los gigantescos avances médicos en materia de salud, tratamiento y prevención de los padecimientos de homosexuales u hombres que tienen sexo con hombres se ha dado gracias a la cruda honestidad con la que afrontamos nuestra sexualidad. Sin regateos morales y mucho menos culpas.
Hace mucho que no veo al grupo de póquer. Al escribir esta columna sentí una punzada de nostalgia. Por suerte, en San Francisco los tratamientos de Doxy-PEP para prevenir tropiezos como el de J “n” hace 15 años están al alcance de los homosexuales de la región aun si no se tiene seguro médico. En la distribución colaboran bares, saunas y sex clubs. Todos ganan, incluyendo J “n”.