No me canso de repetirlo. Porque uno debe ser agradecido con aquellos que nos brindan placer sin regatear ni un pelo de la axila. El Tom’s es mi bar gay consentido. Por muchas razones. Es de los poquísimos locales en el que el talente solitario no es visto como síntoma de fracaso social. De hecho, y hasta antes de la pandemia, sucedía lo contrario. Aquellos batos que llegaban sin compañía resultaban los más codiciados pasada la medianoche. Era perversamente inspirador echar un trago de cerveza bajo las gigantes pantallas, sin más ideología que los videos porno entre hombres sobre la cabeza y tus propias lujurias mentales. Al Tom’s llegamos los que no teníamos remedio de nuestras debilidades, por lo que no mostrábamos ningún arrepentimiento.
Creo que la magia del Tom’s es su pagana atemporalidad masculina. Los vicios hedonistas son nuestras únicas certezas. Será por eso que sus colores opacos me siguen espoleando con la misma morbosa intensidad que sentí la primera vez que puse un pie en esa bóveda de la avenida Insurgentes. Y en su devota selección musical.
No en cualquier lugar puedes hundirte en los gemidos de un atiborrado cuarto oscuro mientras suena “Such Great Heights”, de The Postal Service; “True Faith”, de New Order, o ZZ Top como si sucedía en el Tom´s.
Uno de los momentos climáticos era cuando los go-go´s dancers se subían a la barra de tragos del Tom´s para terminar de encuerarse en una coreografía erecta al ritmo de “Sharp Dressed Man” de los inconfundibles barbones texanos. Después de aquel número, seguía la procesión a las dos plantas que componían el cuarto oscuro hasta exprimirnos la última gota de semen entre hombres reducidos al instinto. Con el mismo equilibrio fluido y depredador con los que ZZ Top sacaba los virtuosos solos de guitarra. Sobre el golpeteo de los sintetizadores que los acercaban al pop sin necesidad de sampleados milagros tecnológicos.
Era lógico que el último desfile de hombres que apuntaban sus falos al paredón que levantaba nuestra lujuria colectiva lo hicieran con la batuta de ZZ Top. El trío de rock que componía sus melodías bajo el influjo de la masculinidad más primitiva y polvorienta. Por lo tanto tóxica según el presente que nos vigila.
No fue del todo una sorpresa. Desde que la página oficial anunció que el bajista Elwood Francis sustituiría al compadre Hill, por complicaciones médicas en la cadera, los discos de ZZ Top volvieron a sonar con un dejo de tristeza. Casi todas las notas que detallaban la muerte del bajista fundador de ZZ Top, Dusty Hill, estuvieron comprimidas en un espejismo de aridez volátil. Como cuando el paisaje se distorsiona en un punto de fuga atravesado por la ilusión óptica de las olas de calor, típica del ecosistema desértico. Llegué a pensar que el estilo seco del periodismo que despedía a Hill era un tributo semántico a las carreteras texanas que vieron nacer a ZZ Top a finales de los sesenta. Quizás por eso siempre me sentí identificado con su hard rock prolongado y bailable. En Torreón, ZZ Top fue parte de nuestra educación pop. Lo que sonaba en los bares aspiracionalmente genéricos, las cantinas de La Alianza con las cervezas de barril más barata ocupada por meseros de otras cantinas que llegaban a pistear después de cumplir sus turnos y las discos juveniles, que nos vendían piñas coladas sin alcohol y cervezas a escondidas las tardeadas de domingo. Los primeros álbumes de ZZ Top, que ofrecían rock destilado y sintetizadores, siempre sonaban entre los Creedence y Paquita la del Barrio. Entre Flans y Naughty by Nature.
Pero no había que echarle mucho cerebro para darse cuenta que ninguna pluma quiso tocar el pasado incómodo de ZZ Top. Habitado por cervezas Budweiser, machismo sureño y mujeres cosificadas en diminutos shorts de mezclilla.
En realidad, ese imaginario fue construido por una parte de sus fans que buscan patriotismo norteamericano en cualquier simbología que implique una motocicleta o paliacates en la cabeza sobre unos típicos RayBan.
Lo cierto es que ZZ Top conlleva atributos orgullosamente distanciados de cualquier gringada evangelista o racista. Hay mucha reflexión de gozo y conciencia en la discografía de ZZ Top. Para empezar, su punto de partida es la melancólica marginalidad del blues. Por ejemplo, el álbum Mescalero del 2003, sigue esa tradición mohína. Una maravillosa producción de tributo a la frontera mexicana sin el aderezo de los sintetizadores. Billy GIbbons canta en un desfavorable español pero con un sentimiento profundo acariciando sus icónicas barbas mucho antes que el vello facial se convirtiera en **outfit indie** barnizado de buenas intenciones.
Por supuesto que las armonías de ZZ Top son intrínsecamente masculinas. Condenados a una heterosexualidad forastera. Y blanca. Las barbas se convirtieron en un sello personal. Pero es que ahí se concentra toda la belleza de su rock. Y su competitividad con los dedos sobres las cuerdas. En ejecutar las guitarras sin pretensiones sofisticadas. Lo suyo era hacer de la hombría proletaria y básica que encarnaban un motivo de orgullo inofensivo. Terrenal y obrera. Perfeccionar las notas llevadas a espasmos de **hard rock** que lo hacían talentosamente asequible. Los desencuentros de opiniones y gustos entre mi madre y yo siempre terminan pacificadas por un par de cervezas y un disco de ZZ Top poniéndonos a bailar y hacer estúpidas charadas de **air guitar** sin culpas. No por nada Lucinda Williams, de las cantantes de folk estadounidense más relevantes con muchos versos inscritos en la canción de protesta, cita a ZZ Top como una constante influencia. Ser fieles al deslizamiento del blues.
De hecho, mi madre se puso algo triste con la muerte de Hill. Dice que su partida materializa aquella ansiedad por ver morir al rock clásico como un pedal que acelere el exterminio de los viejos.
Dusty ha muerto. Pero aún tengo la esperanza de volver al Tom’s. De beber una cerveza mientras los trazos de guitarras de ZZ Top refuerzan mis tóxicos fetiches.