Uno de cada siete niños en Jalisco trabaja. No es solo una cifra: es una confesión de culpa colectiva. Una evidencia de que la infancia, como muchas cosas en este país, también es un privilegio. Unos niños tienen pijamas con dinosaurios, otros duermen con los mismos pantalones con los que vendieron dulces durante días. Unos dibujan en hojas blancas, otros cuentan billetes arrugados porque esa noche les fue bien. Unos creen que el trabajo infantil está mal porque lo leyeron en un libro; otros lo saben porque lo viven a diario.
Uno de cada siete. 280 mil niñas y niños.
No en África, no en otra época. Aquí. Hoy.
Lo llamamos “trabajo infantil”, como a una categoría académica. Parece que ponerle nombre técnico hace menos dura la realidad de un niño limpiando parabrisas mientras el semáforo corre.
Eso no es trabajo. Es abandono. Es sobrevivir, desde los primeros años de una vida que no se pidió. Es crecer sabiendo que si no te mueves, no habrá nada para ti.
Justo ayer fue el famoso 30 de abril, Día del Niño. Festivales, pastelitos, funcionarios que abrazan niños para la foto.
Los niños que trabajan no están en los salones de eventos ni en los parques inflables. Esos niños están lejos de las cámaras. Lejos de todo. No salen en los folletos de “infancia feliz”. No sonríen para el gobernador. No reciben bicicletas. No son elegidos para decir discursos. No tienen discursos. Tienen hambre.
Uno de cada siete. En un estado que presume desarrollo económico, avances en seguridad y grandiosos proyectos turísticos.
¿De qué sirve todo eso si estos niños, quienes formarán parte del futuro de esta sociedad, siguen siendo ignorados? ¿De qué serviría una ciudad con WiFi gratis si hay niñas sin zapatos?
Porque sí: también son niñas. Niñas que cargan bolsas, que cuidan hermanos, que aguantan gritos, que no juegan, que no descansan. Nadie habla de ellas. La ternura solo se permite si es limpia, si es bonita, si no incomoda. Sin embargo, ahí están.
Uno de cada siete.
Con la espalda doblada. Con los pies sucios. Con una madurez que no les tocaba. Con el futuro hipotecado por un sistema que nunca pensó en ellos.
No son cifras. Son cuerpos. Cuerpos pequeños. Cuerpos explotados. Cuerpos invisibles.
No debería sorprenderme. Este país lleva decenio tras decenio normalizando que unos niños vivan y otros solo sobrevivan. Que a los que sobreviven se les diga que deben estar agradecidos.
Pero no. No tienen por qué estar agradecidos. Tienen derecho a estar enojados. Tienen derecho a exigir. Tienen derecho a no repetir la historia de sus madres, de sus abuelos, de todos los que también fueron uno de cada siete.
Los niños que trabajan ya entendieron cómo funciona este país: si naces pobre, te toca callar, cargar, obedecer.
No están rotos. Los rompimos. Con indiferencia, con discursos vacíos, con cada semáforo donde bajamos la mirada. Lo disfrazamos de normal para que no duela tanto, lo permitimos haciendo como que no es para tanto. La realidad es que sí es mucho que haya niños y niñas que estén tan desprotegidos, incluso, desde antes de nacer. ¡Me hierve el buche!