Un gobernador cualquiera en México camina como si todo girara a su paso. Hay quienes lo miran. Hay quienes le aplauden. A veces hasta lo llaman “señor gobernador”. Eso basta para sostener la ilusión. Cree que las cosas se mueven porque él las toca, pero las cosas se mueven solas. Siempre se han movido solas. Con él o sin él.
Es un rey chiquito. No por nobleza, sino por encierro. Vive rodeado de espejos que le devuelven su reflejo más firme, más seguro, más valiente de lo que en realidad es. En la noche, cuando se queda solo —si es que puede estar solo—, sabe que el traje no basta. Que el poder es una ficción colectiva sostenida por el miedo al caos.
Gobernar aquí es entrar en una vorágine donde todo es urgente, pero nada cambia. Una sala llena de teléfonos que suenan sin parar, aunque nadie responde del otro lado. Cada día hay algo que “resolver ya”, pero si no se resuelve, tampoco pasa nada. El mundo sigue. La tragedia se acomoda.
Uno podría preguntarse: ¿Por qué alguien querría ser gobernador, sobre todo en este país? ¿Qué se necesita para desearlo con fuerza? No una idea clara de justicia. No una ética firme. Tal vez ni siquiera un cerebro brillante. Se necesita algo más crudo: un hambre vieja. La necesidad de ser visto. De llenar con ruido el vacío que, seguro, dejó una infancia sin aplausos.
Freud lo llamaría fijación. Lacan hablaría de querer poseer el deseo del Otro. Estos aspirantes son hombres con sed de importancia, inseguros, atorados entre la expectativa y la angustia. Tipos que no toleran el silencio porque ahí se escuchan a sí mismos.
Quizá alguna vez creyeron que podían hacer el bien. Que desde ahí podían ayudar. La realidad es otra. Ser gobernador en este país es administrar la impotencia. Fingir certeza en medio de la niebla. Anunciar esperanza cuando todo arde por debajo.
Mientras da entrevistas, alguien busca a su hijo en un monte. Mientras corta listones, una enfermera improvisa con lo que hay. Mientras posa para la foto, se quema un bosque. Aun así sonríe. Porque aprendió que la función no debe interrumpirse.
La maquinaria política no requiere convicciones, sino operadores. Tipos que repiten el guión sin romper la escenografía. A veces se elige al más hábil. Otras, al más fotogénico. Casi nunca, al más capaz.
Nosotros, los de a pie, también jugamos el juego. Le decimos gobernador aunque sepamos que no manda. Aplaudimos o criticamos su gestión aunque no gestione. Le exigimos milagros con la misma facilidad con la que olvidamos que no los hizo. Así perpetuamos la escena. Todos actúan. Nadie detiene la obra.
Un gobernador cualquiera en México no puede hacer gran cosa. Ni el de antes, ni el de ahora, ni los que vendrán. Son figuras intercambiables. Hombres comunes disfrazados de autoridad. Tipos que solo intentan calmar sus demonios personales con el aplauso de los otros… y sí, me hierve el buche.