Rulfo era un basset hound, pero no era un perro. Era la respiración al lado mío cuando el mundo se rompía. Era un bulto tibio en el suelo, la certeza de que la soledad no podía devorarme. Llegó en abril de 2012, cuando yo pasaba por una ruptura y, desde el primer día, puso orden en mi caos con el simple gesto de existir.
Un perro, dicen. No. Rulfo era un caballero antiguo, con sombrero y saco en invierno, con la voluntad firme de quien sabe que la casa le pertenece. Con un ladrido ponía a todos en su sitio: a Monsi, mi gato que partió primero; a Cascarita, a Kubrick, a mí, a Yazz y a cualquiera que lo sacara de sus casillas. Le bastaba un gruñido seco o, en casos apremiantes, un mordisco en el tobillo de quien no respetara su espacio. Entonces el mundo volvía a girar como debía.
Era ladrón de festines. Nadie estaba a salvo de su lengua voraz. Una fiesta podía terminar arruinada por un lengüetazo suyo, por su forma de treparse a la mesa como un niño insolente y después exigir ayuda para bajar. Cada tarde, a las seis en punto, organizaba su pequeño ejército: él al frente, los otros detrás, demandando alimento con la seguridad de los que se saben imprescindibles.
Con los años, su voz se fue apagando. Ya no me recibía corriendo, ya no ladraba como antes, ya no encontraba placer en las croquetas. Levantaba las orejas todavía, pero era un eco de sí mismo, como si habitara en otra dimensión. Aun así, seguía siendo Rulfo: mi amigo, mi jefe, mi testigo, mi perro.
Era dueño de la casa como pocos lo son de su destino. Se echaba en medio del pasillo y había que rodearlo. Hasta el silencio parecía suyo, como si hubiera firmado un pacto con las paredes para recordarnos que nada se movía sin su permiso.
En su terquedad había una enseñanza. Día tras día repetía los mismos movimientos: la siesta en el rincón preferido, la ronda solemne, la exigencia puntual de alimento. Una rutina que parecía mínima, pero mostraba que la fidelidad también se mide en la constancia.
Me quedan sus huellas invisibles: el sonido de sus pasos que parecían tacones sobre el piso, el olor que hacía del aire su territorio, la mirada que me juzgaba y me salvaba al mismo tiempo. Todo eso persiste como un zumbido que se niega a irse.
Ayer lo vi partir. Me pregunto cómo nombrar este vacío. No se muere un perro. Se muere un universo. Se muere el guardián de mi historia, el que me acompañó en las ruinas y en los años que siguieron, el que sostuvo con su sola presencia todo lo que yo era. Decir gracias es tan poco frente a lo que me dio. Pero lo digo igual. Gracias, Rulfo.
Te voy a extrañar en cada tarde en que no estés reclamando comida a las seis en punto. La casa ya no es la misma. Contigo se fue esa sonrisa eterna que me provocaba saberte siempre ahí.
Y aquí estoy, frente al silencio, con el corazón partido. Te nombro, Rulfo, porque nombrarte es resistirme al olvido y, mientras te nombro, sigo pensando que andas por ahí, en tu colchón, a los pies de Yazz o arriba de mi cama, como cuando eras chiquito. Ahora sí que no solo me hierve, sino que me dolió el buche. Te quiero.