Política

El globo reventado

  • Me hierve el buche
  • El globo reventado
  • Teresa Vilis

La decepción es un oficio de tiempo completo. Uno cree que viene de vez en cuando, como la gripa de cada invierno, pero no. La decepción tiene casa propia en la vida adulta. Aparece en lo que menos imaginas. El amor eterno que termina convertido en discusiones por el gas. La amistad que parecía indestructible y se reduce a un emoji en el chat. El trabajo que hablaba de futuro y no pasa de ser un reloj que marca la hora de salida como única alegría.

De chicos, la decepción fue como el globo que le reventó en la cara a mi hermano Chito antes de subir al coche. De grandes, es la rutina entera que se pincha sin remedio. El amor empieza con fuegos artificiales y acaba con un listado de pendientes. La amistad arranca con juramentos nocturnos y se diluye en mensajes. Y los trabajos… los trabajos son un manual de decepciones diarias: te dicen que todo esfuerzo suma, que el mérito abre puertas, pero lo único que abre son más horas de desgaste.

Lo curioso es que seguimos creyendo. Seguimos cayendo. La decepción adulta tiene ese truco. No sorprende, pero igual lastima. Sabemos que va a pasar, sabemos cómo se siente, y aún así entregamos confianza, apostamos esperanzas, firmamos papeles que ya estaban en blanco. Es como necesitar el golpe para comprobar que seguimos vivos.

La decepción se camufla en la costumbre. No es el portazo, es la puerta ladeada que nunca se cierra. No es el adiós definitivo, es el silencio que se prolonga. No es el fracaso ruidoso, es el éxito pequeño que nunca llega. Así se acumula, día tras día, hasta que la vida parece un álbum de promesas incumplidas.

La adultez podría definirse así: una serie de decepciones cuidadosamente administradas. Un amor convertido en hábito, una amistad que se esfuma, un trabajo que no cumple, una institución que no responde. Un perro que se muere. Nosotros, tercos, seguimos levantando nuevas ilusiones, seguimos inflando globos aunque sepamos que van a explotar.

En medio del desencanto, hay algo que quema. La rabia de haber confiado de nuevo, la tristeza de ver cómo lo que parecía sólido se vuelve arena, la impotencia de saber que uno repite el mismo ciclo. Es como una fiebre del alma: sube, se enciende, late.

Lo que más confunde no es la pérdida en sí, sino comprobar que, aun sabiendo cómo termina, uno vuelve a entrar en la misma historia. Y, claro, ante tanto golpe, uno se ríe para no llorar. Porque decepcionarse también se convierte en costumbre. Una especie de oficio.

La paradoja es simple: la decepción nunca termina, pero tampoco la esperanza. Una nos tumba, la otra nos levanta. Una se burla, la otra insiste. Entre ambas va girando la vida. Hasta el último día. Si algo nos define no es la perfección de nuestros planes, sino esta obstinación absurda de confiar, aun sabiendo que lo más seguro es volver a caer. Me hierve el buche.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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