El teléfono sonó a las seis cuarenta y dos de la mañana. Carmen apenas comenzaba el día cuando escuchó una voz angustiada al otro lado de la línea: “¡Mamá, me tienen secuestrado!”. Luego, una voz más grave le exigió que guardara la calma, que juntara dinero, que no colgara. La amenaza era directa, el miedo real. Lo que Carmen no sabía —y lo que descubriría entre lágrimas minutos después— es que su hijo dormía tranquilo en su habitación.
Como a miles de personas cada año, le tocó ser víctima de una llamada de extorsión. Un delito que ha encontrado terreno fértil en un sistema que, en lugar de cerrarle el paso, ha permitido su reproducción.
La mayoría de estas llamadas no provienen de la calle, sino desde algunas cárceles del país. Desde ahí operan grupos que tienen acceso a teléfonos celulares, listas de números y, en muchos casos, información personal de sus víctimas. Esto no sucede por casualidad. Ocurre porque durante años se debilitó el control nacional sobre la investigación criminal y el sistema penitenciario. Las prisiones dejaron de ser centros de contención del delito y se convirtieron, en algunos casos, en centros de operaciones.
Resolver el problema no depende de pedirle a las personas que no contesten llamadas desconocidas o que mantengan la calma. Eso es necesario, sí, pero insuficiente. El cambio real depende del Estado.
Una primera medida indispensable es bloquear la señal celular dentro de los penales. Pero no basta con colocar tecnología que en el papel funcione. En la práctica, muchos bloqueadores han sido apagados, burlados o simplemente simulados. Por eso, la supervisión externa e independiente es esencial. Solo una vigilancia ajena a los intereses internos puede garantizar que los bloqueadores operen como deben, sin excepciones ni simulaciones.
Además, se requiere investigar y sancionar a servidores públicos que permiten estas operaciones desde dentro. Sin consecuencias para quienes toleran o facilitan el delito, cualquier esfuerzo será estéril. También es urgente analizar los patrones de llamadas y las denuncias ciudadanas, para actuar con inteligencia y no solo con reacción.
Finalmente, es fundamental hablarle a la gente con claridad. Campañas de prevención útiles y realistas pueden salvar vidas y evitar tragedias. No se trata de infundir miedo, sino de enseñar a actuar con cabeza fría ante el engaño.
Algunas voces han propuesto el registro biométrico obligatorio para los usuarios de telefonía móvil. Aunque parece una solución lógica en el papel, en la práctica no resuelve el problema de raíz. La mayoría de las llamadas de extorsión se realizan desde líneas que cambian constantemente o que han sido adquiridas con identidades falsas. Además, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ya ha señalado que este tipo de registros violan el derecho a la privacidad y a la protección de datos personales, garantizados en el artículo 16 de la Constitución.
La solución no está en vigilar a toda la ciudadanía, sino en volver a poner orden donde debe estar: dentro de los penales, con supervisión real, servidores públicos responsables y una investigación que, como ya comienza a ocurrir desde el Gobierno Federal, se realice con seriedad, enfoque estratégico y voluntad institucional.
Porque mientras alguien pueda delinquir desde una celda sin consecuencias, cualquier teléfono podría ser una trampa. Y entonces, cada llamada traerá la misma pregunta:
—¿De parte de quién?