El mundo está dejando de ser lo que era: la retórica de los populistas embelesa a los pueblos, el extremismo se legitima, la democracia liberal está bajo amenaza y, antes que nada, el rencor es el primerísimo de los sentimientos que los demagogos rentabilizan para lograr sus muy oscuros fines.
¿En qué momento dejó Estados Unidos de ser una gran potencia, la primerísima entre todas las demás naciones, como para que un megalómano inescrupuloso, de nombre Donald Trump, explotara la especie de que la antigua grandeza de su país debía ser restaurada, no por cualquier hijo de vecino, sino por su muy augusta persona?
¿Cuándo fue que una edificación tan supremamente ejemplar como la Unión Europea –una cofradía solidaria de Estados adheridos a los más altos valores de la civilización— le pareció tan repudiable a los ciudadanos del Reino Unido como para que se dispararan a los pies y decidieran apostar por la perniciosa insularidad de sus comarcas en lugar de seguir perteneciendo a una resplandeciente comunidad de naciones?
¿Por qué fue que los votantes franceses le otorgaron, en las muy recientes elecciones, un tercio de los sufragios a la derecha recalcitrante liderada por Marine Le Pen?
¿De qué manera se explica que los jóvenes alemanes apoyen mayoritariamente a Alternative für Deutschland (AfD), un partido político hecho de intolerancia, rancias posturas conservadoras, retóricas antieuropeístas y tan inquietante nacionalismo que mucha gente lo asocia al siniestro nazismo de la pasada centuria?
La intolerancia y el extremismo no son los ingredientes que la humanidad necesita para construir mejores sociedades. La historia se repite, bien que lo sabemos, pero sacrificar, una vez más, los principios de la democracia en el altar de la demagogia populista y dejarnos llevar al abismo de la mano de los caudillos vociferantes de siempre, viene siendo un desenlace absolutamente desolador.
El repudio al sistema que tenemos –un modelo, es cierto, que recurre a la (cuestionada) economía de mercado pero que también desarrolla políticas sociales— no debiera conducirnos a desarmar un entramado democrático que, después de todo, nos asegura garantías y derechos, esos mismos que ejercemos para levantar nuestra voz y, paradójicamente, para elegir las peores opciones, a saber, aquellas que terminarán por menoscabar de raíz las potestades de los ciudadanos.
De la misma manera como muchos sectores de la población mexicana no vivieron los tiempos del priismo opresor (estamos hablando de los decenios en que el antiguo partido oficial no había emprendido todavía el camino de la modernidad) y se despreocupan de que aquella receta pudiere ser restituida, quienes no han sobrellevado las durezas de una dictadura no se inquietan tampoco de que los paladines del populismo pudieren restaurar regímenes autoritarios. Por eso se repiten las cosas.
Parece erigirse en nuestro horizonte un futuro muy sombrío.