La democracia no es un sistema total y exhaustivo, dicho esto en el sentido de que no otorga facultades ilimitadas a los ciudadanos ni los provee tampoco de todos los beneficios. Parte del desencanto con la democracia de los pueblos que no han desarrollado una plena cultura cívica proviene justamente de ahí, de la experiencia cotidiana de una realidad hecha de adversidades, infelicidades concretas que los augustos miembros del Parlamento o los mandamases elegidos en las urnas simplemente no logran mitigar, por no hablar de que ni siquiera les interese el tema.
Esta ingratitud ciudadana termina siendo bastante inquietante porque los pobladores de las naciones civilizadas tendrían que ser los primerísimos custodios de los valores democráticos y al desentenderse de esta misión –por llamarla de alguna manera— le abren la puerta a los tiranuelos, los de siempre, que, acechantes, no hacen más que esperar el momento propicio para asentar sus fueros.
En las últimas décadas hemos padecido las arremetidas del neoliberalismo, denuncian airadamente los quejosos, pero en estos momentos se dibuja una amenaza mucho más estremecedora en el horizonte, a saber, el advenimiento del populismo autoritario.
Los votantes, en muchos países, no sólo exhiben una sorprendente indiferencia por la cosa pública sino que están llenos de resentimiento hacia la clase política y muy descontentos en general con un “sistema” que, por lo que parece, no logra ya aportar los satisfactores y los provechos que la gente cree merecer.
La humanidad no ha conocido, en ningún tiempo pasado, una época de mayor bienestar material y los formidables avances de la ciencia y la tecnología han mejorado de manera indiscutible las condiciones de vida de millones de seres humanos. Pero el enojo de la gente parece casi mayor que nunca antes: los simpatizantes de Donald Trump o los británicos que decidieron no ser parte de la Unión Europea descalifican abiertamente el discurso de los moderados y se dejan llevar por el canto de sirenas que entonan los radicales, una virulenta prédica hecha de acusaciones, excesos y simplismos en la que siempre aparece, como el enemigo a combatir, un gran culpable de todos los males habidos y por haber: los anteriores gobernantes del Partido Demócrata (los liberales) en los Estados Unidos, responsables de desmoronamiento puro y simple de toda una nación, o los entrometidos burócratas de Bruselas a los cuales los súbditos de Su Majestad no tendrían por qué rendir cuentas, vaya que no, en su gloriosa condición de naturales de la antigua potencia imperial.
Es muy rentable, para los populistas, conectarse con el resentimiento de los ciudadanos. Magos del revanchismo, se van arrogando progresivamente más facultades y cada vez se autorizan, ellos mismos, más infracciones. Hasta que…
Román Revueltas Retes
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