En otro tiempo, los lectores europeos de historietas o tebeos —ahora llamados cómics— se dividían en dos hermandades no siempre conciliables: tintinófilos y asterixófilos. Los primeros, afines a la aventura cosmopolita y al periodismo con gabardina, admiraban al joven reportero belga que iba por el mundo con la brújula de la curiosidad y la fe ingenua en que la verdad siempre vencía. Los segundos —guasones, grupales, de espíritu más tabernario— preferían una aldea gala rodeada de romanos, donde un puñado de hombres y mujeres resistían a Roma con risas y jabalíes.
Cierta Europa se debatió siempre entre dos necesidades: la de entender el mundo y la de burlarse de él. Empujado por ambas, el arriba firmante empezó siendo tintinófilo, entre otras cosas porque Astérix no había aparecido aún. Tenía más o menos la edad del personaje de Hergé, y la misma torpe convicción de que un periodista audaz podía poner cierto orden en el caos. Tintín era lo que yo quería ser: curioso, valiente, leal, convencido de que la palabra y el coraje ordenaban el mundo. Un tipo limpio, inocente aunque todavía no fuera capaz de captar la exactitud de la inocencia. Tintín era una solución honorable; buen pretexto para un chico que, en realidad, lo que quería era echarse una mochila al hombro y recorrer el mundo.
Para Tintín todo empezó en una Bruselas gris y ordenada que representaba la decencia anodina del ciudadano europeo. Fiel como sólo puede serlo un joven lector, lo acompañé por el planeta: Congo, China, Egipto, Perú, Escocia, el Tíbet, Syldavia, el Khemed, San Teodoros, el pecio del Unicornio, el mar, la tierra y la Luna. Durante algún tiempo creí que la verdadera vida consistía en mirar y contarlo. Luego, con los años, dejé de ser Tintín para parecerme al capitán Haddock; el muchacho que soñaba con el viaje como exploración de la verdad se fue topando con la mentira sistemática, con la desnuda condición humana, y comprendió que lo posible no era cambiar el mundo sino mantener la compostura mientras el mundo se iba al diablo. Haddock —ese borracho lúcido, gruñón y leal— se convirtió entonces en personaje clave. Un día lo miré con su vaso de Loch Lomond en la mano y supe que el punto no está en la pureza, sino en la resistencia. En los héroes fatigados que saben cuándo callar, cuándo brindar, cuándo maldecir y cuándo mandarlo todo al carajo.
Mientras advertía eso, o a poco de hacerlo, aparecieron los galos: la Europa que permanece en su aldea ignorando el canto de las sirenas y posee el humor suave como último territorio libre. Rodeada de legiones, burocracia y gilipollez, la trinchera gala se niega a rendirse. Tenía catorce años cuando leí Astérix el galo y me conquistó su mezcla de humor, dignidad y mamporros bien dados. Astérix, paradójicamente, me parecía un héroe moderno. Y pronto comprendí que Obélix era el alma noble del asunto: uno de esos imprescindibles secundarios, como los sargentos de las películas de John Ford. Todos, pensé, deberíamos tener un Obélix en la vida: alguien que ni entiende el mundo ni falta que le hace, pero está dispuesto a acompañarte en cualquier campo de batalla. Astérix y los suyos no buscan, observan. Y cuando el mundo viene a molestar lo reciben con un mamporro y lo celebran con un banquete. En ese universo ni cosmopolita ni sofisticado sino profundamente humano, la clave no está en la sabiduría sino en la amistad, la resistencia, el humor amable. En la libertad de seguir cazando jabalíes cuando todos los demás han firmado la rendición. Tintín representa la aventura y el asombro; Astérix, la resistencia y la risa grata. Aquél cree el mundo ancho y noble; éste lo sabe pequeño y doméstico. Ambos parecen representar cierta idea de una antigua y noble Europa: la que observaba el mundo y perseguía su misterio, y la que, por el motivo que fuera, desobedecía a la autoridad.
Sin embargo, Tintín y Astérix ya no son del todo eficaces, ni fiables. Tintín tropieza con hordas de turistas en el templo del Sol y la aldea gala protesta ante el centurión de Petibonum porque no hay cobertura wifi. Y es aquí, o a partir de aquí, donde entran en escena los únicos héroes de verdad adecuados a los tiempos que corren: Mortadelo y Filemón. Es ahí donde el anarquismo gamberro, desaforado y vitriólico del gran Ibáñez toma el relevo con brutal contundencia: un universo caótico, disparatado, anarquista, con estruendo de dinamita y ácido sulfúrico. Un territorio sin complejos, donde el lector asume con naturalidad que, aunque la aventura, el humor suave y la dignidad se hayan vuelto imposibles en este mundo de mierda, todavía nos quedan la demolición, la carcajada salvaje y la venganza.