La duda es el gran motor del pensamiento crítico y, en última instancia, una herramienta primordial para llegar a la verdad.
El fanático no la conoce porque sus amos supremos le prohíben expresamente cuestionar los dogmas: cualquier titubeo lleva al agrietamiento de un edificio hecho de certificaciones absolutas decretadas, en su momento, por el profeta de turno —digamos, un caudillo de la subespecie política, en estos últimos tiempos— que, si fueren apenas argumentadas, le podrían abrir la puerta de par en par a quien codicia un parecido poder terrenal.
El entramado levantado por el fundador de la secta necesita de una adhesión ciega y, a la vez, esa lealtad germina por haberse aparecido en el horizonte un gran enemigo —un mal que no es solamente necesario sino absolutamente indispensable para desencadenar las oscuras emociones del humano cuando se siente en peligro— que no es otra cosa que una deliberada fabricación.
A ese antedicho enemigo se le atribuyen obligadamente malignos atributos y esa condición —la de un “burgués”, un “capitalista” o un “conservador” trasmutado en un canalla— no sólo lo convierte en el primerísimo objetivo del combate sino que lo deshumaniza al punto de que su eliminación no plantea ya mayores problemas morales.
El fanatismo, en este sentido, deja de ser una mera afición personal y se convierte en una auténtica cruzada, se vuelve una empresa necesitada de entrega, participación y compromiso.
En sus peores extremos, el sectarismo se hermana con la violencia. Pero los regímenes autoritarios —a ellos nos referimos, justamente, por apuntalarse en la adhesión de las masas a un discurso fanático— no necesariamente incursionan en los territorios de la barbarie: les basta con administrar calculadamente el miedo y, a partir de ahí, ejercer la despótica dominación que tienen programada para sojuzgar a los ciudadanos.
Miedo, odio, división, intolerancia… los componentes de la receta son sustancialmente diferentes a los que figuran en fórmula que promueve la democracia liberal.
Con todo, los fanáticos no se apartan nunca de su camino, un sendero hecho de intransigencia, aunque al final lo único que se dibuje sea un paisaje de ruinas. Eso es lo más perturbador.