Cultura

Llanto por un “héroe”

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  • Llanto por un “héroe”
  • Nicolás Alvarado

Esto no será, y ni siquiera pretende ser, un sesudo ensayo sobre la relevancia cultural y el legado artístico de David Bowie. Por no ser, no será siquiera un artículo de opinión como todos los demás que he entregado para este espacio. No podría a tan pocas horas del acaecimiento de su muerte escribir algo así. No me encuentro en un estado emocional que me lo permita.

El mensaje me despertó a la 1:20 de la mañana. Era de mi madre. Quien suele avisarme de noticias importantes —es periodista y tiene una extraña vocación de monitorista informativo— pero por lo general suele esperar a que despunte el alba para hacerlo. Este caso era distinto. Que David Bowie no estuviera ya en esta tierra era un asunto de familia, si no de la suya sí —bien lo sabe Doña Tere— de la mía. Porque sabe o infiere que en mi cortejo a mi mujer su versión de "Wild Is the Wind" (... esa pausa llena de posibilidades antes de espetar en un grito "Don't you know you're life itself!") fue un recurso definitorio (y que el primer regalo que me hizo ella fue el CD de Station to Station, que yo sólo había poseído hasta entonces en LP), que más allá de eso Bowie ha sido el mentor que a la distancia ha informado tanto de mi cosmovisión y ha autorizado tantas de mis elecciones. "I am a DJ, I am what I play", cantaba él enfundado en un jumpsuit rosa — ¡hacían falta güevos!¬— en una calle de Berlín y yo abrevaba de su inspiración para animarme a construir ya no mi propio personaje sino mis propias personae, quiero pensar que diversas pero congruentes como las de él. Ziggy Stardust ha sido mi santo patrono en el camino de ir por la vida oculto tras tantas caretas que tanto (y tan poco) develan de mí, en la concepción de la obra como autobiografía y de la autobiografía como escena y de la escena como comentario sobre el contexto circundante. Eso no me hace excepcional —quién puede pretenderse tal a la luz de Major Tom, de Aladdin Sane, del Delgado Duque Blanco, de Nathan Adler— pero sí que me da (o me daba) un sentido de pertenencia: la música de David Bowie —de "Space Oddity" a la novísima "I Can't Give Everything Away" que escucho mientras mi tío ingresa a un quirófano para someterse a la misma intervención de que fuera objeto mi padre (su hermano) años ha y yo me preparo para vivir un nuevo avatar profesional, concatenación bowiesca por irónica —ha fungido como la banda sonora de mi vida; pero, más allá de eso —mero diseño de producción que decidí dar a mi existencia—, su discurso, unívoco desde 1968 hasta el disco que lanzara hace dos días justos, ha fungido como un espejo de mi talante, como un prisma para la refracción de mis propias inquietudes existenciales. "A lo largo de toda mi carrera", lo citaba ayer el Guardian en el obituario que le dedicara, "sólo he trabajado en realidad con una materia prima. Bien puede cambiar el vestuario pero las palabras y los temas con los que de hecho siempre he elegido trabajar son cosas que tienen que ver con el aislamiento, con el abandono, con el temor, con la ansiedad: con todas las cimas de una vida".

La cita es Bowie puro: un manifiesto pesimista redimido por un humor autoirónico en que la mofa doliente de las propias tribulaciones alcanza un estatuto universal. Ahí está el Delegado Duque Blanco, empeñado en arrojar dardos a los ojos de los amantes, dejando tras de sí manchas de un albor puro. Mucho se le acusó en 1983 de haberse vendido al establishment con el lanzamiento de Let's Dance, disco que coquetea francamente con el pop bailable ya desde el título y en que hace mancuerna con el productor Nile Rodgers, graduado de Chic, la banda de música disco más celebrada de los tiempos de Studio 54. Let's Dance alcanzó el cuarto lugar en las listas de popularidad en Estados Unidos, el primero en el Reino Unido, habría de arrojar tres sencillos al Top 20 de ambos países y de abrir a los conciertos su creador las grandes arenas del mundo: era innegable, Bowie cometía pecado de popularidad. Habrá que recordar también, sin embargo, que Chic siempre buscó integrar a sus canciones algo que ellos mismos llamaban DHM o Deep Hidden Meaning (Significado Profundo Oculto) y que constata que, ese disco, ya desde la canción que le da nombre —la más exitosa— lo tiene de sobra: hay algo ominoso no sólo en la orquestación sino en la prédica de Bowie de calarse los zapatos rojos para bailar no disco sino blues, en su narrativa en que la pareja danzante debe correr y esconderse, en que bailar se hace mandatorio por miedo de que todo lo que quede sea esta noche y en que la luz de luna no es refulgente sino seria.

Hoy debería estar bailando de contento. Pero mi tío está siendo intervenido a corazón abierto y mi gurú, mi padre espiritual, ya no está. Bring me the disco king.

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