
David Huerta no solo dio muestra de sus habilidades como poeta, también era un espléndido ensayista y crítico literario. Logró ejercer este binomio poeta-crítico a la manera de sus antecesores, de forma puntual y lúcida, como en su momento lo hicieron Octavio Paz, Tomás Segovia, Guillermo Sucre, José Emilio Pacheco y Antonio Alatorre, a quien le dedica esta recopilación de ensayos.
Su voz no es la de alguien que quiere imponer, clasificar y descalificar sensibilidades, sino la de un guía, un maestro que conduce al lector por los intrincados senderos de la poesía. Lo hace de forma paulatina, sin apresuramientos, con pasos firmes para que exista un disfrute, un deleite porque en realidad se trata de una invitación a un banquete literario.
Otra de sus virtudes es que recurre a especialistas e investigadores literarios que saben aplicar conocimientos certeros en el terreno poético, pero su prosa resulta hermética y árida. Su labor consiste en explicar esos posicionamientos, dar ejemplos, ampliar señalamientos y compartir su entusiasmo. Por eso, con sumo rigor, se acerca a la estilística de Leo Spitzer y Dámaso Alonso, Nebrija; a los estudios basados en la tradición, lenguas y retórica clásica realizados por Curtius, Highet, Calasso y Alatorre; a la semiótica de Roland Barthes; la métrica, la fonética y otras disciplinas lingüísticas basadas en Beristáin, Navarro Tomás y Quilis.
Hay tanto que decir de un poema —de esos que dividen a la poesía en un antes y después—que David Huerta responde con la forma más nítida y segura. Celebra. Concilia. Tiende puentes sólidos, a prueba de zonas sísmicas. Este libro de ensayos es un verdadero deleite, una convocatoria a seguir leyendo a los poetas que menciona. Y es que al reconocerlos a través de la mirada de Huerta los vuelve diferentes, cercanos, empáticos. Cervantes, Dante, Góngora, Lope de Vega, Borges, Machado, Darío, Lezama Lima, Ovidio, Mallarmé, T.S. Eliot, Saint-John Perse, Paz. Todos ellos se tornan distintos si el crítico literario se aproxima y emprende su labor: enlaza, compara, recuerda situaciones similares, escudriña versos, distingue estilos, subraya coincidencias, desgrana.
A diferencia de ciertos métodos académicos que terminan por pulverizar la esencia de un poema, el trabajo de Huerta es a la inversa: exhibe lo mejor de ese poema. Le dice al lector: aquí debes fijar la vista, señala a lo que se refiere el poeta y cómo concibe su manera de inspeccionar el mundo.
En los puentes que tiende Huerta se privilegia a los sentidos, a la naturaleza: las hojas, los ríos, la selva, el cuervo y el cisne, las golondrinas, la noche sublunar, las lunas y el agua. Por otro lado, en la poesía de Pura López Colomé figuran ecos y reverberaciones. Desde su mirada crítica, David Huerta crea puentes que siempre emplea para referirse a otros poetas, nunca a él mismo. Y, a fin de cuentas, tanto Pura como David conversan con la poesía.
El ensayista pone en práctica una frase de Octavio Paz que pronunció cuando recibió el premio Nobel de Literatura, en 1990: “La poesía está enamorada del instante y busca revivirla en el poema, separándola así del tiempo secuencial y convirtiéndolo en un presente fijo”. Huerta quiere que nos fijemos en ese presente, que lo entendamos y lo disfrutemos.
“Un río es un dios pardo y robusto: Eliot lo vio así en los Cuatro Cuartetos (‘The Dry Salvages’, primeros versos). O es un dios semejante a los profetas del Antiguo Testamento, a las deidades exuberantes de los cantos homéricos. Lo escuchó así fray Luis de León en la profecía sobre la ‘pérdida de España’: el Tajo se levanta de su lecho e increpa al rey violador, el godo en trance de cobrarse el derecho de pernada con la doncella Cava, hija del conde don Julián. Así comienza la historia de venganza y tradición, reivindicada muchos siglos después por Juan Goytisolo en una novela magistral”, escribe David Huerta.
No obstante, no todo es fascinación o admiración. Un reclamo le lanza a Harold Bloom, quien publicó un libro sobre Cervantes, pero “a partir de un conocimiento de segunda mano”. Y aquí rememora que Freud y Carlyle aprendieron español para leer el Quijote. Ellos “fueron menos soberbios y, sospecho, más meritorios, por donde se le vea”.
Huerta es un maestro para hablar y argumentar sobre la efectividad de la poesía, y para recrear miradas, complicidades… recovecos que guardan los poetas. ¿Qué haremos ahora que David Huerta ya no está entre nosotros? Leerlo, aprender de su manera de acercarse a la poesía y, específicamente, saber conciliar: asimilar de la tradición, de los clásicos y, quizá, ver hacia la modernidad. Esa modernidad que tanto le interesaba a Paz definir y explicar.
Mary Carmen Sánchez Ambriz
@AmbrizEmece