
La vida de Francis Scott Fitzgerald (St. Paul, Minnesota, 1896—1940, Hollywood, California) estuvo destinada a oscilar entre los extremos, no fue un hombre de términos medios. Pocos como él conocieron tan radicalmente, en una sola ráfaga vital, el éxito y la derrota, la riqueza y la pobreza, el amor y la soledad. Cuando cumplió veinticuatro años publicó su primera novela A este lado del paraíso, con la cual vendió más de veinte mil ejemplares en una semana. El éxito lo cobijó y otro asunto significativo para él, Zelda Sayre, que antes lo había rechazado, aceptó casarse con él.
Para ambos la vida se convirtió en una fiesta. Con el tiempo Zelda y Scott llegaron a ser un verdadero símbolo de la juventud dorada norteamericana, en la década de los años veinte conocida también como los Años locos o la Era del jazz. La generación de entonces sufrió los efectos de la posguerra, o más bien, la reacción de los años de lucha y privaciones. El dinero sobraba y se bebía en exceso. Entre un escenario y otro la pareja recorrió varias ciudades de Estados Unidos y de Europa. Mucho de esta avidez de gloria y de riqueza se debió a la época. Años después en El derrumbe, serie de relatos autobiográficos que explica la descomposición de valores sufrida en el mundo occidental, recuerda el novelista: “Fue una era de milagros, una era de arte, una era de excesos y de sátira. Una raza entera entregada al hedonismo determinaba los placeres. La palabra jazz en su evolución hacia la respetabilidad significó en primer término sexo; luego, baile, y después, música. Estuvo relacionado con un estado de excitación nerviosa que se produce en las ciudades grandes tras las líneas de la guerra. Para muchos, sin embargo, la guerra continuaba, porque sus fuerzas permanecían activas… Por lo tanto, comamos, bebamos y gocemos, ya que mañana vamos a morir”.
La batuta de ese triunfalismo vital se hallaba en Nueva York. Su hechizo era la trampa de la que no se podía escapar con facilidad. Zelda y Scott lo intentaron más de una vez, pero en definitiva fueron prisioneros. El gran Gatsby se publicó en 1925, novela que retrata esos claroscuros de la época, ambición, pasión, egocentrismo, soledad y cierta dosis de racismo. “Está visto que la última moda es dejar que un don Nadie llegado de Dios sabe dónde coquetee con tu mujer. Pues, si se trata de eso, ya puedes ir… Hoy la gente desprecia la vida y la institución familiar, si seguimos así acabaremos echándolo todo por la borda y casándonos con negros”. (p 168)
¿Quién era Jay Gatsby? “Era de West Egg, Long Island, descendía del concepto platónico que tenía de sí mismo. Era un hijo de Dios —una frase que, en caso de que signifique algo, significa justo eso— y debía estar en la casa de su Padre, al servicio de una belleza vasta, vulgar y superficial. Así que inventó el Jay Gatsby que era más probable que inventara un muchacho de diecisiete años y se mantuvo fiel a esa ida hasta el final”. (p. 128-129)
¿Acaso fue algo premonitorio lo que ocurrió con la historia que hizo célebre al narrador? La caída, el infortunio, el desasosiego y la incertidumbre. Confiesa el escritor que dos años después de haber sido publicada El gran Gatsby, se empezó a evidenciar una neurosis generalizada. “Hacía esa época muchos contemporáneos míos habían empezado a desaparecer en las oscuras fauces de la violencia”.
Con el término de la década y la gran crisis de 1929, tuvo lugar El derrumbe. Desde la cima de la montaña el descenso se produce a gran velocidad. Zelda, por su parte, había intentado en vano hacer una carrera como escritora y pintora, pero el destino la alejó del arte y, años más tarde, víctima de una esquizofrenia, cayó en un estado de demencia. Su condición la obligó a permanecer internada en un hospital psiquiátrico, sitio donde falleció a causa de un incendio. Con la pena sobre los hombros, al narrador se le hizo cada vez más difícil escribir. Un estado de impotencia y angustia lo consumió frente a las botellas de alcohol, y la sequía ante la hoja en blanco. Deprimido, decidió irse a Hollywood a desempeñarse como guionista. Murió a los cuarenta y cuatro años, en medio de la miseria y el olvido.
A Fitzgerald se le recuerda por novelas que lo colocaron en la primera fila de la narrativa mundial. El gran Gatsby (1925), la mejor estructurada; El crucero de la chatarra rodante, una narración fresca sobre los fabulosos años veinte, (1922) y Tierna es la noche (1934), quizá la más ambiciosa y patética novela del exilio, como Fiesta, de Hemingway, exponente de la sequía espiritual y la desesperanza que acosaba a la joven generación de la posguerra.
Crecer como escritor a la sombra de El gran Gatsby no fue fácil para él, porque siempre estaba la expectativa, la atención puesta en él, la incógnita sobre el desarrollo de su siguiente historia y no se veía al hombre que transitaba entre la desesperación y el aburrimiento, entre la nostalgia y la desolación.
El éxito que produjo El gran Gatsby ocasionó que se hablara poco de notables relatos como “Un diamante del tamaño del Ritz”, “Sueños de invierno”, “La última bella”, “Otra visita a Babilonia” y, sobre todo, El crucero de la chatarra rodante, espléndida obra donde se percibe gran parte del estilo y prosa que caracterizó a su producción literaria. A pesar de estar catalogada como un libro menor, exhibe con maestría una aventura automovilística que vivieron, durante sus años de recién casados, Scott y Zelda. Con una dosis de ironía, detallismo y humor, se construye una prosa que describe los fabulosos años veinte. Fitzgerald se convirtió en el héroe de muchachos seguros de sí mismos, quienes ansiosos de vivir no lograron convertirse en adultos, pues perdieron su espíritu creyendo que la vida consistía en un simple juego de azar.
Hoy, a cien años de El gran Gatsby, la historia le ha hecho justicia a F. Scott Fitzgerald. Más allá del drama personal, de las veleidades de la época, el novelista no fue olvidado. Las reediciones, en particular de esta novela, son numerosas. Sus personajes fueron popularizados, antes con Robert Redford y Mia Farrow, después con la magistral actuación de Leonardo DiCaprio en la cinta dirigida por Baz Luhrmann (2013). No cabe duda que es una crítica mordaz ante los excesos de una época de brillo y artificio, sociedad a la que deseaba pertenecer el propio escritor. No obstante, muy a destiempo le llegó la idea de que la felicidad no está sólo en el desbordamiento de una sociedad que inhala derroche, sino en las pequeñas cosas de la vida cotidiana.