De las no muchas publicaciones que se realizaron para celebrar el centenario del nacimiento de Rosario Castellanos (1925-1974) sobresale la antología La rueda del hambriento y otros cuentos (2005), con edición y selección de Socorro Venegas y Andrea Fuentes Silva; semblanza de Sara Uribe; ilustraciones de Jimena Estíbaliz; y un retrato de Castellanos elaborado por Rafael Barajas El Fisgón. La principal razón es el acceso directo a la narrativa de la autora, que es lo que debe prevalecer en estas circunstancias; lo segundo, la correcta puesta en página, con un volumen agradable al tacto y a la vista, en un tomo no desencuadernable ni de úsese y tírese, que es lo que se acostumbra ahora en las casas comerciales, manías que por fortuna no han contaminado aún a las colecciones universitarias; y, finalmente, un precio asequible, en busca de nuevos (y acaso jóvenes) lectores.
Se recogen diez relatos que provienen de tres libros: Ciudad Real (1960), Los convidados de agosto (1964) y Álbum de familia (1971), en los que se dibuja, además, el trayecto de la narrativa de Rosario Castellanos, que va de los asuntos chiapanecos a la urbe y la casa. Debe siempre lamentarse que esa transición (de lo regional a lo cosmopolita) haya quedado trunca por la muerte de la escritora, pues lo que se avizoraba, en una maduración literaria con rumbos hasta cierto punto claros (lo que se concluye por el rastreo de sus lecturas y nuevos intereses que se reflejan artículos y ensayos de los años setenta), realmente prometía.
No obstante, lo que nos dejó tiene gran valor. Su forma de abordar el relato resulta moderna. No mira a sus protagonistas con distancia. Arma situaciones en las que diversos destinos son puestos a prueba. En los primeros cuentos hay una galería curiosa de coletos, caxlanes, ajualiles, tenderos, boticarios y enganchadores, entre otros personajes. Uno de esos textos, “Las amistades efímeras”, arranca en Comitán y termina en Ciudad de México, en una deriva por la que, ya se dijo, caminaba la autora.
También aparece perfilada su vocación, cuando dice: “Y yo que estaba construyendo mi vida alrededor de la memoria humana y de la eternidad de las palabras” (p. 103).
Los cuentos finales, provenientes de Álbum de familia, hacen una representación irónica de la vida en el hogar. Se burla Castellanos del modelo de la “abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido”, según aquellos rancios versos de Salvador Díaz Mirón, cuando la narradora, por contraste, se comporta ya, por su astucia, como un león para el combate.
Se lee en “Lección de cocina”: “Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian” (p. 157). Ese texto de Rosario Castellanos navega entre las aguas del relato y del ensayo personal, este último en un claro homenaje a los ensayos de estirpe inglesa. Y, en ese sentido, es una pieza que puede considerarse vanguardista en la historia de la literatura mexicana.
El último cuento de la antología, “Cabecita blanca”, refiere en clave irónica el destino de muchas mujeres, educadas de un modo en el que se valoraba el silencio, el asentimiento y la sumisión, pero a las que la vida, acaso de un modo accidental (como el arribar al “puerto seguro de la viudez”) puede que les haya concedido la gracia de un mejor destino. Aunque Justina, la protagonista, asegure haberse encontrado con un hombre bueno y responsable, cuando los hechos la desmienten (como el enterarse que le puso casa a su secretaria), su vejez es tranquila porque él, afortunadamente, ya no está, y es casi feliz en un ambiente diverso que acaso no acepta del todo (por su educación a la antigua), pero que en el fondo disfruta.
El retrato elaborado por El Fisgón ubica a una Rosario Castellanos escribiendo en Chiapas o sobre esa región, recuperando ese sincretismo cultural entre lo español y lo indígena que derivó en el mestizaje. Pensar en lo hecho por la narradora remite a estas imágenes poéticas vertidas por Elsa Cross en Nepantla: “Huellas múltiples rodean los cerros/ Tocados azules// escudos azules// Veredas perdidas en la noche/ si la luna no brilla en los contornos/ como serpiente sagrada/ como guía sin par/ (En las tintas de los códices/ “nos iremos borrando”)
La rueda del hambriento es una buena muestra del magisterio narrativo de Rosario Castellanos.