Hace exactamente cuarenta años, el 28 de octubre de 1978, la división de los supergallos estaba a punto de colocar a un nuevo campeón en su trono. El Coliseo Roberto Clemente de San Juan, Puerto Rico, sería la cuna de la rivalidad entre mexicanos y puertorriqueños en el boxeo profesional que tantos infartos le han dado a este universo de sangre y sudor.
Wilfredo Bazooka Gómez, quien más tarde sería reconocido como el “verdugo de mexicanos” o “mata mexicanos” por haber ganado diez de once combates disputados en contra de pugilistas de este país (Salvador Sal Sánchez fue el verdugo de Gómez), no tenía grandes esperanzas al pelear contra el invicto Carlos Zárate, un veterano del boxeo mexicano que, sin embargo, aquel 28 de octubre se veía disminuido en fuerza y en velocidad desde el primer campanazo. Antes de subir al ring en Puerto Rico, Zárate se sabía comprometido a entregar una batalla memorable para México que nunca llegó, y seguramente Bazooka no tenía idea de que su juventud y su incipiente pero firme figura y carrera le darían el triunfo en los primeros cinco asaltos de los quince que se habían pactado.
La gente había francamente atascado el Coliseo Roberto Clemente porque sabían que su compatriota tenía algo que decir con los puños y no los defraudó. Todo el tiempo yendo hacia adelante y buscando el rostro de Zárate, hacía contraste con el desempeño de Carlos, que al final del segundo y después de haber buscado en un par de ocasiones el clinch de manera prematura, se descubría en la esquina intentando esquivar y tomar vida en un lugar que no le tenía ninguna reserva de oxígeno a sus pulmones afectados.
Con el semblante molesto por la sensación de una batalla fatídica, Gómez cerraba el segundo episodio listo para abrir un tercero que sorprendió en sus primeros segundos al mexicano del barrio bravo de Tepito con un volado de izquierda que le reventó la fuerza de la mandíbula. Desesperado, Zárate comenzó a dar zancadas como queriendo volar y a tirar golpes y cabezazos que el público gritaba inconforme y el réferi señalaba atinado. Aturdido por el movimiento, el mexicano cerraba el tercero con buen intercambio de golpes, más recibidos que conectados, y sin él saberlo, se acercaba vertiginoso el final de sus victorias.
Para el cuarto episodio las graderías eran la locura vuelta voces que nada decían pero que se adivinaban en apoyo a su compatriota. Gómez, escuchando esto y concentrado en el poder de sus puños y sin afectaciones importantes en el cuerpo, atendía los ataques de un Zárate enloquecido y desesperado cubriéndose de ellos y retrasando la guardia, calmado, maquinando la estrategia perfecta que daría como resultado un potente jab y el desplome con todo el peso de su cuerpo cayendo sobre las rodillas de un ídolo azteca derrumbado tras la conquista. La gente estaba desbordada y el gallo mexicano se encontraba desconcertado y herido del orgullo que sin embargo lo dejó continuar, pero no por mucho tiempo. Wilfredo Gómez no perdonó ni dio tregua, y se abalanzó sobre el remedo de hombre en que se había convertido Carlos Zárate para volver a derribarlo al final del round sin que éste pudiera siquiera meter las manos.
A nada de perder la conciencia y apenas comenzado el quinto, Zárate se mantenía de pie como por un milagro. Sin nada más que ofrecer, fue enviado a la lona una vez más e intentó levantarse con todas sus fuerzas, pero una toalla volaba desde su esquina al cuadrilátero, dando término a la contienda y a un récord perfecto, pero iniciando una rivalidad entre naciones, de moretones y quijadas fuera de lugar, tan oscura como esplendente a la vez.
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Martín Eduardo Martínez
León /