Durante el siglo XIX, los niños acudían a la casa de una maestra particular llamada “La Amiga”, quien era por lo común, una anciana bondadosa. Contaba con unas cuarenta sillas, por lo común proporcionadas por los padres. El método de enseñanza era individual, de uso corriente en la época. Consistía primeramente en la enseñanza de las letras, pasando después a las sílabas, palabras y oraciones.
Los niños eran llamados de uno en uno ante la maestra, quien sostenía sobre sus rodillas el “Silabario del Niño Jesús”. Los alumnos debían de ir señalando con un puntero los caracteres, diciendo: “Jesús y Cruz, y la que sigue es “a”.
Algunas maestras acostumbraban sentarse en una mecedora, llevando su vaivén al compás de las sílabas: “Eme ama, ama, eme ama, mama”, “epe apa, papa”. Este sistema, que aunaba el compás con el sonsonete, era muy eficaz para memorizar las sílabas y las palabras. Terminado el deletreo seguían los ejercicios de sílabas y palabras, hasta que lograba el niño terminar los monótonos estudios del Silabario.
Además de los ejercicios, se enseñaba a los niños dibujo y manualidades. A las niñas se las ponía a bordar y a los niños a fabricar juguetitos. Y por supuesto, se enseñaban los elementos de la doctrina cristiana con el catecismo del padre Ripalda.
Los castigos a los desacatos eran severamente aplicados. “Hínquese el atrevido y póngase en cruz”, y el niño, generalmente un varón, debía arrodillarse y poner los brazos en alto. No en vano se decía entonces: “La letra con sangre entra”.
El sábado por la mañana, la cansada maestra recibía de cada alumno el precio de la enseñanza, que era de una peseta (25 centavos) y algún regalito. El término de los estudios era un acontecimiento y era el más feliz en la vida del párvulo.
El patio de la casa se adornaba con cuerdas de donde pendían pañuelos de papel de colores y farolitos, y se repartían panecillos y colaciones, mientras la turba infantil proclamaba con gritos el final de las clases, “Viva, viva, se acabó la cartilla”. _