El domingo 30 de marzo iniciaron los dos meses destinados a las campañas para elegir a la totalidad de la Suprema Corte, así como a las magistraturas vacantes de la Sala Superior del Tribunal Electoral, a la mitad de los cargos de magistradas y magistrados de Circuito y juezas y jueces de Distrito, y a la totalidad de integrantes del Tribunal de Disciplina Judicial.
Las personas funcionarias serán electas en junio, para iniciar funciones el 1 de septiembre de 2025, porque así está dispuesto en el artículo segundo transitorio de la reforma constitucional del 15 de septiembre de 2024. La Constitución lo mandata así, de manera que estamos ya frente a un sistema judicial nuevo, abismalmente distinto del que este año acaba, y que habíamos desarrollado de forma casi autóctona adoptando las mejores prácticas de las democracias liberales desde hace treinta años.
Cuando el último día de 1994 se publicó en el Diario Oficial de la Federación la reforma que dio lugar al sistema judicial que hoy dejamos ir, México decidió NO adoptar el sistema de algunas entidades de Estados Unidos que votan por sus jueces locales (y cabe subrayar que solamente votan por jueces locales, no federales, que son nombrados por el presidente y ratificados por el Senado). Estados Unidos es fiel a sus tradiciones y algunas ciudades tienen una trayectoria centenaria en elegir incluso a los fiscales a nivel local y hasta a la persona que les barre la nieve en el invierno; pero también su tradición de pesos y contrapesos (checks & balances) ha impedido que todos los funcionarios judiciales del país sean designados de esa manera.
Donde se eligen jueces, la abogacía de esos lugares ya sabe sus alcances: cómo le irá a determinados asuntos en la primera instancia, cómo en la segunda y hasta dónde pueden llegar (muy rara vez a la Corte Suprema local), y qué les esperaría si llegan e incluso cuándo podrían esperar un revés. Este conocimiento profundo de sus propias reglas y naturaleza les lleva muchas veces a aceptar convenios judiciales (settlements) en condiciones que quizá no sean ideales pero que evitan que el caso pudiera llegar a juicios, generalmente con jurado, costosos y con muchos imponderables. O que, incluso logrando una victoria ante jurado, en aquellos lugares donde también se elige a los jueces de apelación, se reviertan sus triunfos en instancias superiores solo porque fueron electos popularmente por una ideología contraria.
Los grandes despachos de esos lugares ya saben cuánto les cuesta, de sus propios bolsillos, la elección de jueces, pues abiertamente patrocinan a los participantes, con la idea, bien conocida por todos, de que sus casos los escuche un juez amable y agradecido. En muchas comunidades texanas hablan de esto abiertamente, porque es algo que lleva desde siempre en su tradición legal, aunque no son pocas las voces que llaman a transitar a un sistema de carrera.
Los juicios, dicho sea de paso, no son necesariamente más rápidos ni más profesionales que en México. Pero el sistema legal sí es muy distinto, desde cómo llegan los casos a los juzgados y su costo, o la intervención de personas inexpertas que participan como jurados, a los mecanismos de remediación de daños, lo que favorece acciones colectivas. Cada estado tiene sus propias reglas, no es un sistema impuesto desde una estructura federal.
El sistema estadunidense difiere enormemente de lo que haremos en México, donde todo el espectro judicial será electo, y donde, además, tenemos un conflicto histórico permanente con las campañas políticas, siempre desconfiando de ellas por lo sucias y caras que son. Incluso iremos más allá del país que centenariamente ha permitido la elección popular para integrar de esta forma una parte de sus instituciones judiciales locales, pero, como es lógico, sin todos los pesos, contrapesos, conocimiento y controles que, naturalmente, nuestros vecinos han ido desarrollando durante muchas décadas.
No, México no eligió ese camino cuando se vio frente a la encrucijada de renovar su sistema judicial federal en 1995. México aspiró a algo mejor: nada de jueces vitalicios nombrados por el residente y aprobados por el Senado (como en Estados Unidos), nada de elecciones populares para jueces, nada de experimentar en otros terrenos con campañas políticas: mientras más alejados de la política los jueces, mejor.
Decidimos en aquel entonces probar las mejores prácticas de las democracias occidentales: crear un sistema que fuera congruente con lo que decimos procurar en nuestro sistema educativo: la excelencia y la preparación técnica constante. Y establecimos que el éxito en ese camino de estudio, vigilado por la judicatura, fuera el que determinara quiénes serían aptos para ocupar estos cargos tan delicados y para los que se requieren conocimiento técnico y carácter. Después de todo, cada caso implica decidir un conflicto, muchas veces trágico y siempre frontal, entre personas. Quien confunda estos cargos con algo similar a una beca o a un premio corre muchos riesgos y arriesga muchos casos.
México ha decidido abandonar ese sistema que, si bien no era perfecto, era lo más acorde con un sistema de separación de poderes y, por lo tanto, al ideal de republicanismo como sistema de gobierno y como forma de acotamiento del poder político.
Podrá decirse que de nada vale “lamentarse”, pero ni esto es lamento y la reflexión siempre es necesaria, después de todo, los marcos normativos cambian constantemente. El punto es que aquí cambió demasiado hondo: hasta la médula constitucional, pero eso no significa que no deba cuestionarse ni que no pueda corregirse pronto. Para corregir hay que analizar y cuestionar, así que, si entramos de lleno en una lógica de “a lo que sigue”, las cosas no serán mejores.
En lo personal, me hubiera gustado aprovechar “la ventana de oportunidad” (en términos de la doctrina de política pública) que se abrió para repensar nuestro Poder Judicial para acercarlo a la gente; no para acabar con la carrera, pero sí para mejorarla, añadiendo, en lugar de tantas capacitaciones académicas, un año de servicio social en favor de la gente (en defensorías públicas, estaciones migratorias, zonas marginadas, comunidades indígenas o centros de atención a infancias maltratadas, por ejemplo). Los problemas de las personas no se resuelven solamente con la frialdad del conocimiento técnico, aunque tampoco como si centurias de conocimiento no existieran y solo importara una perspectiva idealizada y peligrosa de la justicia salomónica.
Los problemas de la gente no requieren politización ni frivolidad como métodos de solución. Aunque el sistema judicial haya variado, y aunque se hayan diluido los lindes de la esencia política y de la esencia judicial, quienes juzguen en el porvenir no deberían adoptar la lógica política. No necesitamos políticos juzgando, ni jueces politizados, sino jueces serenos, templados, conocedores y sensibles. Preocupa que la reforma judicial no contiene ningún artículo que procure esto. Así que considero, respetuosamente, que dejar de reflexionar sería irresponsable.