“Al admitir un problema insignificante le das vida y credibilidad, entre más atención pones en un enemigo más fuerte lo vuelves y un pequeño error suele empeorar y hacerse más evidente conforme intentas señalarlo. A veces es mejor dejar las cosas tal cual… Si hay algo que quieres pero no puedes poseer, muestra desprecio por él, cuanto menor interés reveles más superior parecerás”, dice Robert Greene, el autor de las 48 Leyes del Poder.
“Al cabo que ni quería”, decía el Chavo del Ocho, de manera más coloquial. Y tratándose de asimilarlo con la real politik mexicana, nos encontramos con quienes, solo aparentemente, han despreciado aquello que tanto anhelaron o siguen deseando.
Un caso fue el de Cuauhtémoc Cárdenas, quien quiso dar pelea por cuarta ocasión por la nominación del partido que él mismo fundara, el de la Revolución Democrática, pero tuvo que bajarse de la contienda interna al darse cuenta que ya no le alcanzaba para derrotar a Ya Sabes Quién, y prefirió erigirse como líder moral de la izquierda desde la comodidad de su casa.
Luego le tocaba a Marcelo Ebrard, el Carnal de YSQ, cuando ocupaba la posición de Jefe de Gobierno de la hoy Ciudad de México, heredada en ese entonces del actual presidente, mientras que este la habría recibido del famoso Ingeniero, a quien desplazó en la carrera presidencial.
Marcelo pudo haber hecho lo mismo que su jefe político y pelearle la candidatura, pero no lo hizo, tal vez por lealtad, o tal vez por temor a ser aniquilado en el intento.
El actual canciller se disciplinó y en su momento obedeció la ley de Greene; ahora es diferente. Cómo quisiera volver el tiempo y ser él quien hoy estuviera deshojando la margarita para saber a quién dejarle la silla del águila.
No recuerdo en las últimas décadas otro caso parecido, de algún suspirante presidencial que le haya cedido su lugar a su amigo, hermano o jefe político.
Diego Fernández de Cevallos aprovechó la oportunidad de que Fox estuviera impedido por un inciso del artículo 82 constitucional, que todavía al principio de los años 90 ponía como condición para ser candidato a presidente de este país, ser hijo de padre y madre mexicanos. Fox no cumplía con este requisito, por lo que Diego lo ayudó a reformar ese artículo conocido como OchentayFox, pero con su debido transitorio, para que no fuera efectivo en su favor sino hasta la siguiente elección presidencial, la del 2000, en la que finalmente pudo participar y ganar. Mientras, el barbón se postuló seis años antes bajo el lema “Por un México sin mentiras”, con el que enfrentó a Colosio y, luego de su asesinato, a Zedillo.
Por su parte, Calderón no solo no desdeñó la idea de ocupar la silla del zorro, sino que se impuso a este y a su cachorro Santiago Creel, ganando la candidatura, la presidencia y el mote de “El hijo desobediente”, para luego terminar regresándole el poder al PRI, en la persona de Enrique Peña Nieto. Después ya sabemos lo que pasó y por qué pasó.
De tarea: Lo del fin de semana en Querétaro es síntoma de la división y el odio que se siembra a diario y se cosecha a cada segundo. ¡Reconciliación! Insisto.
Marco Sifuentes