Al llegar a la Ciudad de México para iniciar mis estudios de periodismo en 1978, días después me sumé a la marcha por el décimo aniversario de la matanza de Tlatelolco el 2 de Octubre de 1968.
Cómo olvidar ese pasaje, cómo no apoyar esa manifestación, cómo no empezar a ver con otros ojos la realidad de nuestro país, cómo no sentir en la sangre y en el corazón la emoción de estar en la gran capital, ser testigo y empezar a caminar unido a múltiples esfuerzos de miles y miles de personas para buscar sacudirse el yugo gubernamental impuesto.
No fue mera coincidencia de mi vida con ese suceso.
Como tampoco adentrarme en el conocimiento, en la experiencia participativa, en la reunión de grupos estudiantiles para acrecentar una necesidad de ser útil al país a partir de una educación más profunda, más determinante de mi pensamiento y accionar futuros.
Fue el avivar de un interés que creció y nada ni nadie lo detuvo, vinculado al de la sociedad mexicana que poco a poco viene dándose por sí misma la oportunidad de transformarse paulatinamente, poco a poco, y avanzar por el sendero de la dignidad y dejar atrás esas etapas negras de lo peor del sistema político partidista de entonces.
Mis padres nos dijeron a mis hermanos y a mí: “siempre hay que estar al lado de los débiles”.
Entre los avances de esa lucha está la libertad de prensa, de expresión, que aunque a veces padecemos y resentimos los latigazos del autoritarismo y soberbia de personajes de la esfera gubernamental –en mi caso por ejemplo lo es el alcalde Román Alberto Cepeda González- y del sector privado, hoy podemos informarnos y discutir de hechos que se perpetraron en los sótanos de la ignominia y que cobraron víctimas inocentes, de manera insoslayable, entre las y los jóvenes, entre el magisterio y obreros.
Porque si bien lo de Tlatelolco, y su ya legendaria “¡2 de Octubre no se olvida!”, las afrentas y atrocidades del viejo régimen, datan hasta 226 masacres en diferentes escenarios del país cometidas por el Estado Mexicano, y habría que agregar la de Chiapas el día 1 de este mes y de este gobierno federal de Claudia Sheinbaum, cuando soldados del ejército acribillaron a seis migrantes e hirieron a otra docena.
Una masacre, para ser calificada así, se define por el asesinato de tres o más personas cometidas por elementos policíacos o de las fuerzas armadas.
En México, no podemos ni debemos olvidar las de Tlatelolco (1968), "El Halconazo" (1971), la de Aguas Blancas (1995), la de Acteal (1997), las de San Fernando (2010 y 2011), las de Durango (2011 y 2012), la de Allende (2011), la de Tlatlaya (2014), la de Ayotzinapa (2014). Todas, contra el pueblo.
Entre elementos castrenses, marinos, estatales, municipales y del crimen organizado, las matanzas escalaron y ni las víctimas ni sus familias han sabido de justicia.
Un gran pendiente para el Estado que siempre tendrá la oportunidad de emplearse a fondo, de poner orden, de llamar a cuentas a los autores intelectuales y materiales de estos hechos innombrables e inhumanos, verdaderas carnicerías que jamás podrán ser justificadas en nombre de nada ni de nadie.
Ese México no. La disculpa pública ofrecida por el nuevo gobierno federal ante los acontecimientos de Tlatelolco 68 no fue ociosa, lleva un mensaje de largo alcance.
Cierro: los asesinatos de periodistas en ningún lugar del país ni del mundo tampoco tienen razón.
La frase “No se mata la verdad matando periodistas”, es contundente y profusa.
No más masacres, ni más crímenes de periodistas.