Crónica de un viaje entre ruinas, voces y silencios en Israel.
No hay paz en Gaza. Hay tregua, y pende de alfileres.
Fue durante una visita oportuna a Israel, justo cuando se firmaba una tregua con la mediación del presidente Donald Trump. Éramos un grupo de periodistas latinoamericanos recorriendo los lugares que, apenas meses atrás, habían sido escenario del horror. Los mismos puntos donde la mañana del sábado 7 de octubre de 2023, hombres armados de Hamás irrumpieron desde Gaza para atacar comunidades israelíes.

Salimos de Tel Aviv hacia el sur. Una hora de carretera bastó para llegar a Sderot, una ciudad de apenas 35 mil habitantes, situada a un kilómetro y medio de Beit Hanun, en Gaza. Aquel día, Sderot despertó con disparos. Hombres a bordo de camionetas blancas abrieron fuego contra civiles que hacían su caminata matutina. En minutos tomaron la estación de policía, asesinaron a los oficiales y destruyeron el edificio. Pasaron más de 12 horas antes de que las Fuerzas de Defensa de Israel recuperaran el control. El saldo: 30 muertos –civiles y policías– y una decena de atacantes abatidos.
De ahí partimos hacia el kibutz Nir Oz, una comunidad agrícola de apenas 400 habitantes, un cuarto de ellos latinoamericanos, en su mayoría argentinos. Pablo Roitman, sobreviviente, fue nuestro guía entre las ruinas. Nos recibió con serenidad, pero en su voz se escuchaba el temblor del recuerdo. “A las seis de la mañana comenzaron los disparos –nos dijo–. Entraron casa por casa. No había dónde esconderse”. Los mamad, los cuartos blindados obligatorios en cada hogar para protegerse de misiles, fueron inútiles ante la entrada directa de los atacantes. Ciento cincuenta hombres de Hamás recorrieron las casas, disparando, incendiando, secuestrando. A 138 viviendas les prendieron fuego. Pablo caminaba entre las cenizas del lugar donde vivió su madre, una mujer de 77 años que fue herida y secuestrada. El saldo: 40 muertos y 77 desaparecidos.
Seguimos al desierto del Neguev, hacia el terreno cercano al kibutz Reim, donde ese mismo día se celebraba el festival musical Nova. El amanecer de música y baile se volvió una pesadilla. Tres mil jóvenes confundieron el sonido de los disparos con la percusión electrónica. Los atacantes llegaron por tierra y por aire, en parapentes, disparando a todo lo que se movía. Fue el tiroteo más letal en la historia moderna de Israel: 364 muertos y 40 secuestrados. El polvo, los cuerpos, los zapatos abandonados aún marcaban el lugar donde cientos intentaron correr sin saber hacia dónde.
Aquel día dejó mil 219 israelíes muertos y 251 rehenes. La tragedia transformó el dolor en ira. El primer ministro Benjamín Netanyahu prometió destruir a Hamás, mientras miles de familias imploraban cada sábado la recuperación de los suyos. Pasaron dos años de angustia antes de que llegara una mediación inesperada: la de Donald Trump, un presidente polémico en su país, pero celebrado del otro lado del mundo. El intercambio de rehenes –vivos y muertos– por presos palestinos trajo alivio y también dudas.
Durante los días que siguieron, en cada taxi, en cada conversación con israelíes comunes, la pregunta se repetía: “¿Cree usted que habrá paz?”. La mayoría respondía con una mezcla de resignación y lucidez: no. “¿Quién puede creer que Hamás se desarmará por completo?”, me dijo un chofer en Jerusalén. “No son solo terroristas; es una idea, una creencia, y esas no se destruyen con misiles”. Otros desconfiaban más de su propio gobierno que de sus enemigos. “Confiamos en nuestro ejército, pero no en Netanyahu”, repetían.
Para el mundo, la tregua rota en los primeros diez días puede sonar a fracaso. Para quienes viven con el enemigo detrás de una cerca, era una posibilidad más que sabida. En Israel, la paz no se anuncia: se sospecha, se mide, se teme.
Porque aquí la paz, si existe, pende de alfileres.
Y basta un movimiento, una chispa, una memoria, para que vuelva a romperse.