No el salmo, el salmón. Mauricio Fernández Garza, un espíritu revolucionario encarnado en un personaje aristocrático, se despide. Y se despide de la mejor manera, sereno porque, si su vida fue un libro del desasosiego, su futuro inmediato es sosiego, como escribió Marco Aurelio: “Un remedio sencillo, y al mismo tiempo eficaz, para llegar al menosprecio de la muerte, es pasar revista a los que se empeñan en asirse obstinadamente a la vida”. El Tío Mau lo entiende, por eso su fortaleza vital: “Acuérdate siempre que no se pierde otra vida que la que se vive y que solo se vive la que se pierde”. No sé si Mauricio leyó alguna vez las Meditaciones, pero parece.
Mauricio quizás encontró en el río Skeena, u otro en Canadá, el salmón que lo retrataba: la contracorriente como biografía y biopic. Como la rola de Andrés Calamaro: “Siempre seguí la misma dirección/ la difícil, la que usa el salmón/ siento llegar al vacío total/ de tu mano me voy a soltar”. Mauricio no requiere mano que lo suelte, su soltura es, desde la ausencia, gracia. A contracorriente de su clase social conservadora, Mauricio fue rebelde; a contracorriente de su clase política, Mauricio fue ajeno a la codicia del PAN; a contracorriente del matrimonio “para toda la vida”, Mauricio fue un activista del erotismo; a contracorriente de la empresa familiar, no reventó a Dionisio y no puso trabas a Álvaro, al que siempre quiso Kana. Voy más allá: Mauricio y Fidel Castro.
La contracorriente como exigencia de vida, Mauricio es impar porque no tuvo pares. En una fiesta de hace décadas, Benjamín Clariond enfrentó a Mauricio por su pelo largo y la mariguana, Fernández Garza, sin doble moral, pasó de largo la afrenta. Candidato a la gubernatura, Mauricio destapaba una cerveza a las diez y media de la mañana, como cualquier descendiente de español o colonialista de Marruecos lo hace, también orinaba en la esquina pueblerina cuando lo requería, o iba al Centro de la ciudad de Monterrey con su deportivo automóvil a buscar carnitas michoacanas, o padecía con un llanto acotado la ausencia de un hijo muerto.
El salmo le fue ajeno a quien, como los jodidos sampetrinos, nunca tuvo una doble moral. ¿Por qué es único Mauricio en la historia de la vida pública de Nuevo León? Porque a diferencia de los hipócritas conservadores de derecha fue individuo, él, no más ni menos. Los trabajos de Diego Enrique Osorno acerca de Fernández Garza lo retratan y lo delatan. Regreso, repito las palabras de Elena Garro que recuperé en mi libro El mensaje de los cuervos: “Luego nos fuimos a otra dimensión. Volamos a Monterrey. Ahí llegas al extranjero. Me hicieron fiestas. Fue donde más me homenajearon (…) No son ni norteamericanos ni mexicanos. Son como romanos. Parecen, al menos a mí me lo parecieron, patricios y patricias romanos. Poderosos, elegantísimos, personas que no se ven en el resto del mundo. Es un estilo muy distinto al del Distrito Federal o al de la provincia”.
Curiosidad total, manejar una Spider o sus animales exóticos en su rancho al norte de Nuevo León. Niño consentido, aprendió de doña Márgara el arte del arte, así Rufino Tamayo, así Francisco Toledo y tantos otros. Soñador de pelo largo, obtuvo de su padre el arte de la política sin la maliciosa política mexicana de la corrupción y la impunidad. Personaje rudo, su entereza es única: “Esta semana estuve hospitalizado, en realidad es que me está creciendo mucho el cáncer, ya paré todos mis tratamientos, he decidido dejarla a la buena de Dios, pero ya no me voy a tratar. Ha sido pesadisísimo, tanto la quimio como la inmuno, la realidad es solo estar pateando el bote”.
En un corto, pero fascinante libro, Norbert Elias escribe: “Quizá no sea del todo superfluo decir que el cuidado de los órganos de las personas se antepone a veces al cuidado de las personas mismas”. La decisión es la elección del Tío Mau, de nadie más. A contracorriente, el legado de Mauricio no es político, es el valioso signo humano de la fraternidad, de la entrega al prójimo, al próximo. Salve, Mauricio.