La percepción ciudadana hacia un gobierno no se define solo por indicadores duros. La temperatura política se mide en las frases que circulan en la calle, en el modo en que se dice el nombre del gobernador, en los silencios, las risas, los enojos pequeños y las explicaciones compartidas entre familiares, colegas y vecinos. Nuevo León es un laboratorio privilegiado para observar: aquí la ciudadanía no regala confianza y, cuando la concede, la condiciona. Comparar el cuarto año de gobierno de Rodrigo Medina, Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco, y Samuel Alejandro García Sepúlveda no es simplemente un ejercicio técnico, sino un retrato del estado emocional de la relación entre sociedad y poder.
La calma que no construye memoria: En 2013, el gobierno de Rodrigo Medina transitaba su cuarto año en medio de un alivio glacial: tras los años críticos de violencia extrema (2010-2011), los índices habían descendido. Ciudadanos hablaban, “las cosas se han calmado”, pero ese alivio no produjo confianza. La administración del falso Golden Boy era percibida como parte de un orden político lleno de acuerdos opacos, donde la estabilidad no provenía de instituciones sólidas, sino de una mezcla de negociaciones invisibles, inercias burocráticas y una práctica de gobierno que se entendía como gestión, no como proyecto.
La calle no estaba en ebullición, pero tampoco había adhesión. El ciudadano no se reconocía en ese gobierno. No había vínculo. El tono era: “Sí, está tranquilo, pero no es por ellos”. Se respiraba una fatiga priista, una sensación de repetición histórica. Medina gobernó sin estallar, sin crisis narrativa, pero también sin memoria cívica: cuando su gobierno terminó, no dejó sentido compartido, solo severa distancia.
Su ruptura que terminó repitiendo lo que criticó:El ascenso de Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco, fue simbólicamente poderoso. No era simplemente el primer gobernador independiente: era la promesa de que Nuevo León podía dejar atrás a la vieja política a través de la voluntad ciudadana. Su lenguaje directo, su imagen de caporal “del llano industrial”, su crítica frontal, su tono antipartidos, construyeron un fenómeno emocional: la idea de que por fin se estaba rompiendo algo.
La ruptura imposible porque, para el cuarto año de gobierno, la ciudadanía ya había invertido la expectativa en decepción. La conversación pública giraba sobre una frase: “Habló mucho. Y no pasó nada”. La percepción dominante no era solo de ineficacia, sino de abandono moral, sobre todo cuando El Bronco lanzó su aspiración presidencial mientras en el estado la movilidad estaba trabada, la infraestructura se deterioraba y la vida cotidiana no mejoraba. La burla reemplazó a la esperanza. El sarcasmo, una forma de duelo político; la vanidad política, imperdonable: perdió el pacto emocional que lo había llevado al poder. Lo más grave no fue que no cumpliera, fue que rápidamente pareció uno más de los demasiados.
Vigilante aprobación alta: Distinto el caso de Samuel García porque ocurre en un régimen de visibilidad constante. El gobierno ya no se evalúa cada seis meses: se evalúa cada día, en cada historia en redes, en cada conferencia, en cada obra visible, cada tubería y cada metro al Metro. En su cuarto año mantiene alto respaldo, sobre todo porque la gente siente que algo está pasando: el acueducto El Cuchillo II como respuesta a la crisis hídrica, los proyectos de nuevas líneas del Metro, la reorganización del transporte, la estética de Gobierno activo y presente.
El apoyo para Samuel Alejandro no es sentimental ni devocional. Es un apoyo condicionado, casi contractual: “Estamos contigo mientras cumplas… Y estamos mirando”. NL no tolera gobiernos que piden fe: exige resultados. Estoy cierto que “legado” es una digna palabra.