
Cuando asumas que has tocado fondo y que las cosas no pueden ir a peor, acuérdate de Argentina, alguna vez me dijo un tucumano, con ese pesimismo no exento del extraño orgullo trágico que les confiere su real o presunta singularidad. El triunfo de Javier Milei parecería confirmarlo. Cuando creíamos haber alcanzado el límite en materia de líderes políticos excéntricos, el ex presentador de televisión y provocador profesional nos muestra que la historia siempre es capaz de dar una vuelta de tuerca adicional. Súbitamente resulta “fresa” la manera en que insulta Donald Trump, un dechado de civilidad el conservadurismo de Bolsonaro, y las frases estrafalarias de Boris Johnson parecen hoy churchillianas comparadas a los exabruptos a ratos alucinantes del presidente electo.
Pero mal haríamos en ridiculizar al personaje, asumir que se trata de una anomalía o juzgar a los argentinos por su aparente desvarío. Porque si hacemos eso perdemos de vista lo verdaderamente preocupante: no se trata de desviaciones o accidentes históricos, sino de tendencias cada vez más intensas y frecuentes; manifestación de procesos que están en marcha en todo el mundo. Berlusconi, empeñado en mantenerse en el poder entre otras cosas para evitar el ejercicio de la justicia en su contra, ya anticipaba a Trump. Zelenski en Ucrania era un actor que personificaba a un presidente en una popular serie de televisión en su país y a ello debió su triunfo, y solo la fortuna ha querido que no haya resultado un fiasco en medio de la guerra que vive su país.
Da la impresión de que esto apenas comienza. Sin ánimo de cargar las tintas, triunfos como el de Cuauhtémoc Blanco en Morelos y, en cierta manera, el caso de la pareja que hoy gobierna en Nuevo León, revelan que nadie está exento de este proceso. El diario El País señala un dato demoledor en este sentido: en los últimos cuatro años en América Latina se han dado 18 elecciones presidenciales o equivalente; en 17 de ellas perdió el grupo que gobernaba (solo en Paraguay el partido Colorado retuvo el poder). La conclusión es inevitable: no importa cómo y quién gobierne, los ciudadanos prefieren otra cosa y, parecería, que entre más distinta, mejor. Lo cual revela que la gente no solo está molesta; además detesta lo que huela a clase política y está dispuesta a apostar, sin muchos miramientos, a quien critique al poder vigente de manera frontal y descarnada.
Al margen de la brutal crisis que vive Argentina, cabría preguntarse si en el conjunto del continente en verdad estamos peor que hace quince años, por ejemplo, cuando los votantes no solían tirar a los gobernantes con tanta ligereza. Ciertamente hay altibajos por país, pero en general la evolución de la mayoría de los indicadores es favorable. ¿Por qué entonces este hartazgo generalizado que no vivíamos antes o no así? Quizá porque estamos al final de un ciclo neoliberal y de globalización que generó riqueza para sectores prósperos, pero también fabricó grandes expectativas que se quedaron cortas entre los grupos mayoritarios. Provoca más inconformidad y rabia la sensación de desigualdad e injusticia que el de la pobreza misma.
Las redes sociales y las nuevas dinámicas en la conversación pública contribuyen en gran medida a esta “anarquización” de la política. Los trending topics sin mediaciones ni responsabilidades suelen enfatizar los contenidos críticos, los comentarios negativos, la descalificación ingeniosa, la burla descarnada, el infoentretenimiento. Pocos se interesan en una conversación reflexiva con argumentos de fondo, todos en el dardo punzante, ocurrente, provocador y altisonante. La viralidad de un mensaje no reside en su certeza o utilidad, sino en la capacidad para generar reacciones emocionales. Triunfa todo aquello que da cuerpo a los miedos, inseguridades y agravios y le pone nombre a los villanos a quienes podamos responsabilizar de nuestros males; normalmente quien se encuentre gobernando. Nunca como ahora destruir fue más fácil que construir.
Argentina quizá solo va una etapa más delante en esta ruta. Por lo mismo, lejos de juzgar habría que aprender la lección. Milei no es un accidente sino la desembocadura de un estado de cosas que terminó siendo insoportable. A juzgar por los testimonios, el voto de muchos ciudadanos a su favor tiene menos que ver con una identificación puntual con muchas de las propuestas apenas esbozadas y más con la necesidad de un cambio de 180 grados, cualquiera que este sea. Cuando se mira a la distancia parece absurdo el salto al vacío de parte de tantas personas, algunas de ellas inteligentes y razonables; pero resulta menos descabellado si asumimos que muchas entienden que se encuentran en una habitación en llamas. La pregunta que habría que hacer entonces no es tanto ¿cómo es posible que un pueblo vote mayoritariamente por El Loco, como le decían en su juventud? Sino una previa: ¿qué les llevó a la situación en la que se encuentran para que hayan tomado esa decisión?
¿Qué hicieron o dejaron de hacer los peronistas y los kirchneristas durante décadas, así como el gobierno de alternancia de Mauricio Macri (2015-2019)? Se vale lamentarse, por supuesto. Pero antes de convertir a Milei en el nuevo villano, en las antípodas de todo lo que es digno e inteligente, quienes se lamentan tendrían que revisar la propia responsabilidad en el estado de cosas que lo trajo hasta acá.
Trumps, Bolsonaros, Mileis, más los que se acumulen, siempre han existido. Y para no ir más lejos, en México tenemos a Eduardo Verástegui, quien pide unos minutos de rezo a periodistas que lo entrevistan. La diferencia es que antes no ganaban elecciones.
¿Cómo podemos conjurar tales riesgos o al menos minimizarlos? Desde luego los gobernantes llevan el grueso de la responsabilidad: ofrecer resultados suficientes para evitar un desplome tan absoluto de las expectativas o una desesperación tal que haga atractivo el discurso del desvarío. Pero algo me dice que todos tenemos también una tarea en ese sentido: oposición, medios de comunicación, líderes de opinión, influencers, miembros de chats y hasta conversadores activos en las charlas de sobremesa familiares. Un buen punto de partida sería erradicar, o al menos usar con la excepcionalidad que merece, nociones como catástrofe, desastre, tirano, ignorantes, bola de ineptos (o corruptos, imbéciles y equivalentes) para referirnos a los de enfrente. No evitar la crítica sino hacerla desde otro sitio que no sea el odio o el desprecio. Colocarse en el infierno, sin aun estarlo, invoca y anticipa una situación infernal. No se trata de llorar por Argentina, sino entenderla y, de paso, descubrir en nosotros lo que pueda precipitarnos por esa ruta.